PESADILLA EN EL AEROPUERTO


Porque el peor vuelo es el que no se hace


Jueves, poco más de las once de la noche. Siempre entrego mis columnas tarde, pero pocas veces tan tarde. La verdad es que preferiría no escribirla, pero los jugueros tenemos un compromiso con la causa. Ahora mismo debería estar metido en la cama, camino al primer sueño. Pero no. El deber llama. Además, me siento lleno de una energía oscura y casi burbujeante.

            Estoy en Arequipa. Vine el martes invitado a participar en el 15 Festival del Libro, un evento pequeño pero pujante que convoca a libreros, distribuidores y algunos escritores y científicos sociales de distintas partes del país. Acepté con mucho gusto, esta ciudad, y su comida y su gente me encantan. Fueron días bonitos, todo estuvo bien… hasta que tocó volver.

            Debía regresar a Lima en un vuelo de Sky programado para las cuatro cuarentaicinco de la tarde. Si no la conocen, esta es una compañía low cost en la que, por lo mismo, a uno le cobran cada centímetro extra de equipaje y no le dan ni el Sublime Stick que reparten en los vuelos nacionales de Latam. A menos que pague. También es importante que sepan que, si miden más de metro y medio, sufrirán en el asiento. Pero así vino la invitación. En fin, tomen nota y, siempre que puedan, eviten viajar en Sky. De verdad, recuérdenlo.

            La sala de embarque estaba repleta porque salían tres vuelos casi en simultáneo. Y como a las cuatro anunciaron que el nuestro se retrasaría porque el avión “había entrado en mantenimiento”, y luego nos darían más información. Esto provocó el consecuente y generalizado fastidio. Por mi lado, pensé aprovechar el tiempo para escribir mi artículo —sobre un tema que hace horas perdió sentido—, y sí logré avanzar un buen tramo cuando la misma señorita tomó nuevamente el micrófono, pero esta vez para anunciar que el vuelo —mi vuelo, nuestro vuelo— había sido cancelado. 

            No es la primera vez que me pasa, pero nunca, jamás, fue una experiencia tan horrible. 

            La gente entró en trompo. Una multitud rodeó el pequeño mostrador de la aerolínea y comenzó a gritar y reclamar a dos o tres funcionarios aterrados que no podían dar las explicaciones que la turba demandaba. Muchos comenzaron a grabar con sus teléfonos porque la cosa parecía destinada al derramamiento de sangre, hasta que llegó un piquete de policías y otros tantos guachimanes a tratar de salvar la situación. Fue en ese momento en que varios nos dimos cuenta de que ahí no se solucionaría nada, así que corrimos, superamos Migraciones en el sentido inverso, y llegamos hasta el counter de Sky. Para entonces ya había unos cincuenta o más humanos haciendo fila. Rápidamente me di cuenta de que pertenecíamos a tres tribus distintas: los que buscábamos una solución, los que necesitaban bajar su equipaje de la bodega de la nave enferma, y aquellos que llegaron inocentemente a hacer el check in para el siguiente vuelo, de las ocho cincuenta. La atención era a través de una sola ventanilla. Ahí comenzó la tortura. 

            Poco a poco iban llegando más pasajeros, decenas, luego cientos. Todo el mundo puteaba en distintos idiomas, y nadie, al mismo tiempo, tenía claro qué iba a pasar. De a puchos aparecieron más funcionarios de la aerolínea, y si bien nunca fueron tantos ni no eran muy claros en sus respuestas, debo decir al menos que parecían gente amable y empática. Pero la multitud no estaba para paciencias. 

            Nos comenzaron a llegar mensajes por teléfono con lo que una máquina de la fortuna nos iba deparando: tú coges el vuelo de esta noche; tú, el de mañana a las temprano; tú, el de la tarde, el de la noche… Yo solo pensaba que debía estar en Lima en la mañana, no solo porque tengo muchas cosas que hacer, sino porque en la noche mi hija va a participar en un musical escolar y la sola idea de perdérmelo me angustiaba. Me llegó el mensaje, y me tocó el vuelo del amanecer. Algo parecido al alivio. Solo tenía que esperar, llegar a la ventanilla, y recibir mi asignación de hotel y traslado. No podía ser tan malo. Estaría en mi nuevo alojamiento en un rato, podría terminar mi columna y acostarme temprano con el libro de Liliana Colanzi que llevo en la mochila. 

            Vana ilusión.

            Si bien situaciones así generan charlas solidarias, algo de chismorreo fútil y la unidad frente al gran enemigo corporativo, la situación se puso progresivamente nerviosa, densa, crispada. Se armaron como siete filas con forma de pelota, la atención era lentísima, comenzaron los que se colaban, y los que puteaban a los que se colaban. Los que no entendían, los que exigían más personal, más atención, más soluciones, más prisa. Había gente ingeniosa, pero también imbéciles; ciudadanos del mundo encantadores y otros que apestaban. Émulos de Tom Hanks varados en un aeropuerto peruano en el Perú (perdonen la tristeza). No podía dejar de pensar en aquellos que lo estaba pasando peor que yo, los turistas enfrentados a nuestra ineficiencia institucional, los que perdían la conexión, los viejos. Al principio participé en distintos corrillos, ayudé a un par de tíos, pero poco a poco fui perdiendo el ánimo y la energía. Quizá debo decir que tengo ciertos problemas en las piernas, por lo que estar de pie en la cola más absurdamente lenta que he hecho solo me hacía infeliz. Encima, circulaba el rumor de que se acababan los asientos disponibles para mañana, las habitaciones de hotel. 

            Llegué al mostrador pasadas las nueve de la noche, sintiendo esa infame gratitud por el burócrata que te maltrata. Por suerte, no me fallaron ni el vuelo ni el hotel. Y en ese momento sucedió lo mejor de la jornada: un grupo de viejos franceses, cinco señoras y un caballero que no bajarían de los setenta años, todos rosados y plateados, comenzaron a cantar una canción, como quien se va de picnic. No entendí ni una palabra de lo que decían, pero ojalá estuvieran maldiciendo alegremente a la aerolínea.

            Después de seguir esperando, llegué al hotel. Cené deprisa con un ingeniero civil y una contadora para quienes esto no dejaba de ser una aventura. Cuando subía a mi cuarto, llegaron al comedor los franceses. Contentísimos. Sé que les sonreí como un tarado. Era eso o abrazarlos.

            Y así llego a este final. Si todo sale bien, en cinco horas me despertaré, y en siete me subiré por última vez en mi vida en un avión de Sky. 

            Si todo sale mal, este cuento terminará en los noticiarios.  


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