En una ciudad tomada


Este texto llegó a su destino, pero no su autor


Mi plan era simple, estaba bien organizado, no tenía por qué salir mal.

            Con bastante anticipación compré un pasaje para venir a Puno. Dos o tres personas me preguntaron qué tenía que hacer aquí justo en diciembre, cuando el sol y el tiempo cálido ponen a Lima más linda. Pero pasa que la curiosidad me llevó a unas lecturas, y estas a otras, y sin darme cuenta comencé a interesarme en un viejo suceso traspapelado en los libros de Historia. Otra revolución. Y por estos días se cumplen unas efemérides en las que quería estar presente. 

            Hice coordinaciones y tracé un horario por días, cuadradito: bibliotecas, archivos, entrevistas, visita a tres lugares clave y, con suerte, al final un poco de turismo a orillas del Titicaca. Programé mi regreso el viernes 16, por nada del mundo me perdería la graduación de mi hija el sábado en la mañana. Es verdad que habían comenzado a prenderse algunas alarmas en el sur del país tras los sucesos de la semana pasada, pero, como es natural (natural en mí), pequé de optimista y de ingenuo. 

            Por si alguien no lo sabe, para llegar a Puno en avión hay que aterrizar en Juliaca. Mi agenda preveía aclimatarme a los casi cuatro mil metros de altura y a un frío que, por la noche, llega a los cinco grados. Esta vez me pegó el soroche, desde entonces con un dolor de cabeza bien instalado. Pero los problemas comenzaron de verdad al día siguiente: ya para entonces algunas carreteras locales fueron interrumpidas, y el paro se anunciaba bravo. Chau Puno, bibliotecas y demás. Logré, sin embargo, llegar en colectivo y en taxi al más importante de mis destinos. Me recibió una lluvia de aquellas, no había nadie en ese pueblito fantasma que alguna vez fue un escenario del fin del mundo. Tomé fotos, traté de comunicarme con un perro, arranqué la ramita de una queñua que, probablemente, fue testigo de los hechos que me atañen; y enfilé el regreso. No podía dejar de hacer comparaciones y de reconocer que desde hace siglos esta zona ha sido de relegación y abusos, y que a veces sus habitantes se hartan. Para ese instante ya tenía la seguridad de que todo se pondría mal, pero evidentemente no fui el único que lo pensó, porque ya no había cupos ni forma de cambiar el pasaje de regreso a Lima. El Internet en las carreteras altiplánicas no es el mejor, pero la chica más linda del mundo logró comprarme un boleto para el miércoles 14, con salida a la una treinta de la tarde. Por Sky, maldita sea. Pésimo augurio.

            De regreso en Juliaca, solo me tocaba esperar en otro hostal, más cercano al aeropuerto. El resto del tiempo lo dediqué a caminar un poco, buscar algo de comer, lamer mis heridas, mirar las noticias, sobredosificarme de ibuprofeno y tratar de conciliar el sueño temprano, pues a las seis de la mañana empezaba oficialmente el paro y no habría ni mototaxis que me llevaran al aeropuerto. Me despertó alguien que a esa hora escuchaba a todo volumen Juliana qué mala eres, qué mala eres… y, por supuesto, en sueños tarareé Juliaca. En fin, la idea de permanecer siete horas en la terminal resultaba el menor de mis inconvenientes. Salí del hotel California con fe en no volver nunca más. Surcamos barricadas y amenazas, pero llegamos.

            Para mi sorpresa, ya había cientos de ciudadanos en el internacional Inca Maco Cápac. Un vuelo de Latam salió temprano, así que la cosa no pintaba tan mal. Pero de pronto se oyó un rumor: otros cientos de personas se acercaban por la avenida de acceso. Pero no eran viajantes. 

            Reinaba una calma chicha. Los ilusionados viajeros conversaban y esperaban dentro y fuera de la terminal, en el estacionamiento. Unos fumaban, otros comían o se tumbaban en los jardines. Las arengas aún se oían lejanas, pero todos sabíamos que era cuestión de tiempo para que fueran muchos más los agitadores. La primera acción de al menos una facción de los organizadores del paro consistía en tomar el aeropuerto. 

Había pocos policías, un pinochito, un portatropas. Los suboficiales lucían nerviosos, lo que me parecía bastante natural. Le pregunté a uno ya tío, que comía unas habitas mientras miraba la masa borrosa que comenzaba a quemar llantas a un par de cuadras de la entrada, por qué no había soldados, si así lo había anunciado la noche previa Manuel Otárola, el ministro de Defensa que hace pocos días juramentó ante la presidenta Boluarte. “Porque todos son unos conchesumadres, hermano —me dijo—. Todos”.

            Y pasó lo que temíamos: cientos de exaltados habían llegado hasta el cerco perimétrico de la pista de aterrizaje, causando algunos destrozos antes de ser repelidos por los policías. Eso bastó para echar abajo las últimas esperanzas de los casi pasajeros, pues pronto se anunció por megáfono la cancelación de vuelos y el cierre del aeropuerto. El cuadro era de verdad dramático: gente de paso, viejos, niños, señoras que suplicaban en aimara, personas que venían caminando desde kilómetros de distancia, los que estaban muy cargados de maletas y bultos, los que iban a perder la conexión, los gringos varados que no entendían nada. Mucha gente pobre y rabiosa que buscaba una solución que nadie ahí podía darles. En medio de todo, como siempre, pude ver escenas de empatía y solidaridad que, por lo menos, ayudan a pasar el mal trago.

            Me reconocí un privilegiado, casi con culpa. Tenía aún disponible mi pasaje de regreso original para el viernes 16. Cuando comprendí que no tenía nada más que hacer ahí, salí caminando con temor, y después de un rato encontré un mototaxista que, con mucho riesgo y dando un gran rodeo, me trajo de regreso al California.

            Con el perdón de los juliaqueños, la ciudad de los vientos, la perla del Altiplano parece hecha sin amor ni gracia. No me extenderé en detalles, pero conozco el país lo suficiente para decir que sería el último lugar que quisiera habitar. Hoy los miles de negocios están cerrados y hay un miedo reconocible en el ambiente, como la basura, las fachadas sin tarrajear o las pistas deplorables. Calles cortadas, llantas quemadas, vidrios, piedras. Las turbas han vandalizado al menos cuatro bancos, cajeros, tiendas de telefonía y algunos comercios, y marchan en piquetes ralos pero temibles.

            Me siento confundido con la situación general. Y triste: hoy jueves ha sido un día especialmente desolador en esta racha de enfrentamientos de todo tipo que no parece tener un fin a la vista. Trato de comprender a todos los actores de este drama, las exigencias de uno y otro lado. El Perú arde, y nadie ha querido verlo. Y está furioso, harto. Yo también quiero que se larguen todos, pero sé que exigir cosas inviables nos puede traer personajes y problemas aún peores en el corto plazo. Hombres muertos. Adolescentes muertos. Represión y también convoys de truhanes venidos del Vraem.  Todo se volvió más difícil de digerir cuando me enteré del bebé que sufría una cardiopatía y que falleció porque la ambulancia no pudo abrirse paso en la Panamericana.

            Acaba de llegarme un aviso de Latam: el aeropuerto sigue cerrado, nadie es capaz de dar una información clara, y mi vuelo del viernes —el día que se publica este texto— ha sido cancelado.

            No llegaré a la graduación de mi hija. Más bien seguiré aquí, quién sabe cuánto, sufriendo mi pesadilla pequeñoburguesa mientras el país bulle y sangra. 

Ahora voy a enviar este texto escrito a trancazos. Acaban de decretar toque de queda aquí, desde las ocho de la noche, pero creo que empieza mañana. Y si no, igual da. Yo me apertrecharé y saldré a buscar comida y más desinflamantes.


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