Volver a casa


Sobre los abrazos en este momento histórico 


Hace poco más de una semana llegué de regreso a Lima. El taxi que me trajo del aeropuerto tomó la ruta de la Costa Verde y al ver el mar ante el crepúsculo sentí inmediatamente que había llegado a casa. En este brumoso e inusualmente frío diciembre todavía no he tenido excusa ni ocasión para meterme un chapuzón, pero el olor del Pacífico me ha recordado que mi larguísima ausencia ha terminado.  

Fue justamente un diciembre, hace veintisiete años, cuando me fui y este año, al volver, me he dado cuenta de que un pedazo mío nunca lo hizo en realidad. A pesar de todas las idas y vueltas, de las aventuras, las experiencias, las vivencias, los amores y dolores, mis raíces siguen profundamente enterradas en esta tierra y la casa de mi familia sigue siendo el lugar donde puedo guarecerme a la hora de la tormenta, entre la gente que más quiero.

Vivo en una calle bulliciosa, pero con un hermoso jardín interno donde los cantos de las aves amortiguan las bocinas y las construcciones. Desde aquí camino a casi todas partes, recorro las calles de mi juventud recordando cómo eran y notando los cambios, un proceso que deja en claro que, al igual que yo, la ciudad está viva y se transforma constantemente, siendo simultáneamente otra y la misma.

Lima es una ciudad hostil. El tráfico es desordenado, las construcciones se tragan lo que alguna vez fueron hermosas casas; barrios que se encaraman encima del desierto y de los cerros, donde el esfuerzo se enfrenta diariamente a la precariedad. El polvo de este desierto en que no llueve casi nunca, y donde la humedad carcome, lo cubre todo de manera imperceptible.  

Pero para mí, más allá del mar, de las calles y de los edificios a los que les tengo más o menos cariño porque me recuerdan quién era cuando estuve en ellos, la ciudad es su gente. Reencontrarme con quienes quiero; pasar tiempo charlando, riendo, recordando a quienes ya no están; poder abrazarlos después de una ausencia tan larga y dolorosa ha sido especialmente importante y necesario.

Esta pandemia nos ha robado muchas cosas, aparte de tantas vidas. A cada generación le ha privado de un tipo de experiencia particular y todos, como individuos y como colectivo, debemos buscar la manera de ir reconstruyendo todo lo que nos convierte en sociedad. La convivencia y el compartir es, sin duda, una parte muy importante de ello.

El jueves pasado, quienes participamos de Jugo de Caigua tuvimos finalmente nuestra primera reunión presencial. Yo no conocía en persona a nadie más que a Gustavo, pero más de un año de reuniones virtuales todas las semanas me habían otorgado la sensación de estar entre amigos de mucho tiempo. Extrañamos a Sharún, que no pudo sumarse esta vez, pero los demás tuvimos el placer de compartir, de reír, de bromear, de abrazarnos y de darnos cuenta de lo que hay detrás de la pantalla.

La virtualidad nos ha permitido realizar muchas labores en estos años de pandemia y ha hecho posible que mantengamos los vínculos a pesar de la distancia. Nosotros creamos esta comunidad virtual donde podemos comunicarnos y eso es muy bueno. Pero a pesar de todas estas oportunidades, estrechar una mano o dar un abrazo es algo incomparable y algo que debemos agradecer siempre.

Si bien la pandemia no ha terminado y atestiguamos una nueva ola de contagios, temerosos de que las cosas se vuelvan a poner mal, el acceso a las vacunas ha cambiado la forma en que encaramos los retos de vivir en este momento histórico particular. Ya no somos los mismos que fuimos cuando celebramos la Navidad de 2019, pero ahora muchos podemos, por fin, volver a casa y abrazar a quienes queremos y tanto extrañamos.

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