Recuerdos de un meadero


Retazos de una charla en el colegio que te conoció de pequeñito


Cuando tenía seis años, el patio de mi colegio era una enorme planicie en la que el eslabón más débil de la cadena alimenticia era yo. Recuerdo, por ejemplo, un recreo en el que salí corriendo a los urinarios que quedaban al final del patio y la distancia se me hizo eterna, aumentada por la urgencia. Para colmo, una vez ante aquella zanja cubierta de mayólicas, era difícil que un niño de mi tamaño encontrara un espacio para sacar el pene entre los estudiantes más grandes; pero lo peor no fue eso: por entonces los niños de mi edad usábamos un guardapolvos beige, de esos de una sola pieza, que se abotonaba desde el cuello hasta la ingle. Aquel día, mis deditos no pudieron ni contra esos botones ni contra mi vejiga, y el estallido empapó mi ropa. Me solté a llorar de pie, sintiéndome un estúpido, y un brigadier me rescató para llevarme a la dirección. 
En cambio, qué pequeño se me antojaba ese patio ahora, casi cincuenta años después: me pareció que hoy podría atravesarlo en veinte trancadas. Los cambios, sin embargo, no solo eran subjetivos: ahora ondulaba bajo el cielo un toldo que impedía que los alumnos en formación se acaloraran —recuerdo los ataques de vómitos que sufrí por los dolores de cabeza que el sol me provocaba— y, lo más impactante, también había niñas estudiando codo a codo con los varones. 

Mi visita se debió a que la asociación de exalumnos de mi colegio había aprovechado que me encontraba en Trujillo para invitarme a tener una charla con las alumnas y alumnos que este año egresarán de la secundaria. Luego de las presentaciones, y una vez que me fue cedido el micrófono, le arrojé a esos chicos mi preocupación más honesta: ¿qué podía decirles en los pocos minutos que tendríamos que no les hubieran dicho en once años de enseñanza?

Lo primero: mi confesión de que fue mi debilidad por la lectura lo que me había llevado ante ellos esa mañana. En mi familia no existían los debates, nunca estudié en una universidad y mi roce académico es casi inexistente. Tuve, sí, la fortuna de haber tenido acceso desde pequeño a lecturas que amortiguaban mi soledad y que ayudaban a aplacar mi curiosidad; y, también, la enorme suerte de haberme rodeado, a partir de mis primeros trabajos, de mentes brillantes a las que escuchaba embelesado. 

Lo segundo que les recordé es que los humanos somos seres sociales por naturaleza y que las personas que pueden ganarse el sustento sin relacionarse con otros son prácticamente inexistentes, o personajes dignos de ficción: todos interactuamos con pares, subalternos, superiores, proveedores, intermediarios, usuarios y autoridades. Y, a estas alturas de la vida, la experiencia me ha enseñado que es preferible trabajar con una persona de inteligencia promedio que sea querida por la gente, que con un genio que provoque problemas a cada instante. Quienes más se acercan al pináculo de eso que se llama “éxito” profesional —ese concepto tan manoseado como sospechoso—, son las personas curiosas, lectoras, que en lugar de ver al error como un látigo, lo asumen como un requisito para encontrar soluciones inesperadas; pero todas esas virtudes no florecen hasta la plenitud si esas personas no son empáticas y solidarias. Nadie quiere trabajar con insidiosos, rajones, puñaleros y problemáticos: la vida es muy corta como para elegir compartirla con hijos e hijas de la más puta guayaba.

Hubo un momento, no obstante, en que fui yo el interpelado. Ocurrió al final de la ronda de preguntas: un sonriente muchacho de la primera fila se puso de pie y me espetó:
—¿Sabe usted quién es usted?

Era una gran pregunta, se lo admití. Es una de las más cruciales que puedan hacérsela a uno, y se la agradecí, pues me dio el pie para resaltar que las personas solemos confundir quiénes somos con lo que hacemos. Por fortuna, luego de una crisis que surqué hace un par de décadas, creo haber alcanzado a sacar en claro quién soy, al margen de mi oficio. Imagino que seguiré siendo esa persona hasta que la vejez se imponga, si es que vivo hasta ese paréntesis de cierre en que volveré a orinarme encima, ya no por unos botones que no se abren, sino por un organismo que no se cierra.


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