Los Filisteos


Ese territorio sin corrección política que todos nos merecemos


Las amistades de niñez y juventud se guardan para toda la vida porque en ellas habita un espíritu compartido de descubrimiento y aventura. No importa si con los años los amigos de la infancia resultan opuestos a nuestras ideas, lo usual es que la emoción que nos unía se mantenga protegida en una cápsula congelada en el tiempo. Por el contrario, las amistades que hacemos más allá de las cuatro décadas tienen como garantía el simple hecho de haberlas elegido para su cultivo. Se basan en la facultad de intuir, por fin, qué no queremos en nuestra vida y de juntarnos con quienes coinciden en ello.

Uno de esos grupos recientes a los que tengo la fortuna de pertenecer se llama “Los Filisteos”, y la historia detrás de su nombre es un síntoma de lo diverso, liberal y divertido que es. T, que es un hombretón barbudo, gran emprendedor y sibarita consumado, tiene como novio a M, una presencia benéfica que ilumina el mundo con su buen humor y sensibilidad. F, a quien sí conozco desde hace más de treinta años, es un ateo que tiene al fútbol como religión, un tipo sin hipocresías y practicante connotado de ese juego que consiste en joder para ver en qué momento se pica el otro.

–¡Arderán en el infierno, sodomitas! –les bromeó un día F en un chat que compartimos.

Tiempo después, nos enteramos de que M no se acordaba bien del apelativo.

–Amor –le preguntó a T–, ¿qué fue lo que nos dijo F el otro día…? ¿Filisteos?

Cuando T compartió con el resto aquel rebote bíblico brotaron las carcajadas y el chat pasó a tener este nombre. A estas alturas usted ya debe haber intuido que se trata de un grupo deslenguado y que se escandaliza poco. Pero también somos una ciudadela sitiada por la corrección política, lo cual me ha llevado a escribir estos párrafos.

Hace un par de semanas, mi novia y su hermana organizaron un almuerzo campestre hasta las últimas consecuencias y los Filisteos se quedaron a dormir, pero también lo hizo una adorable pareja que no era parte del grupo. En el desayuno del día siguiente, R, que es prácticamente una hermana de mi novia, una mujer solidaria y creativa como pocas, que siempre ha lidiado con el sobrepeso, contó su experiencia adolescente en Berlín en 1989. 

T no se aguantó el comentario mientras comía su tamal.

–Errecita se apoyó inocentemente en el muro para la foto… y lo demás es historia.

Todos, empezando por R, nos carcajeamos imaginando aquel absurdo derrumbe histórico. Sin embargo, yo le eché una rápida mirada a la pareja invitada. Para mi alivio, también reían. Desde ese instante no hice más que repasar la cantidad de frases que nos habíamos dicho y que habrían hecho arder las redes si se hubieran hecho públicas: las referencias al Negro JP, que no había podido asistir; las preguntas impertinentes a nuestra amiga N sobre sus intimidades sexuales, todos los comentarios jocosos sobre nuestros amigos homosexuales, las bromas frívolas que nuestra otra amiga N utiliza para desestructurar su clasismo.

Cuando los Filisteos éramos unos muchachos que no se conocían, la corrección política estaba lejos de jugar un papel importante en el conflicto mundial ente progresistas y conservadores. Muchos menos en Perú, donde podía airearse un comercial de Goodyear que aludía a la semejanza entre la boca de un afroperuano y una llanta, y en donde los homosexuales eran representados en los medios como peluqueros escandalosos. Nuestra generación se crió con esas taras y creció mientras las poblaciones históricamente relegadas empezaban a alzar la voz contra diversas inequidades tejidas en su contra. Quién sabe si una de las razones por las que nos sentimos tan a gusto entre nosotros, es porque, a pesar de que sabemos que la desigualdad debe combatirse en el mundo –y de que cada quien lo hace desde su propia esfera–, entre nosotros existe el acuerdo tácito de bajar la guardia, de relajarnos con la corrección, de reconocer que las salvajadas que nos nutrieron nunca terminarán de irse de nuestros cerebros y que la tarea de saber administrarlas tiene entre nosotros un espacio de descanso.

Uno siempre es menos controlado en la medida que más solo se encuentra. En compañía de mis pensamientos puedo ser lo más guarro y vulgar que existe. Lo soy un poquito menos en presencia de mi novia. Luego, algo menos con mis hijas y mis amigos cercanos. Y en cuanto mi pensamiento se torna palabra en un espacio más alejado de mi entorno, como en este artículo o en mis redes sociales, mis palabras son más meditadas por la sencilla razón de que no quiero contribuir a que se siga naturalizando una violencia que en mi juventud no encontraba sanción.

Los Filisteos tenemos este pacto, además, porque lo que nos decimos entre nosotros no nos ofende. No es solo que nuestro cariño haya desplazado a la desconfianza, sino que comprendemos que estamos dañados en muchos aspectos, pero que brillamos en otros con incandescencia. Nos une la empatía y es justamente esa empatía la condición obligatoria para que seamos “incorrectos” entre nosotros, pero correctos políticamente en público: ponerse en el zapato de la gente que no conocemos es el antídoto para no herirla con nuestra ignorancia sobre ellos.

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