Las pequeñas preguntas pedestres


Revelaciones entre las lecturas en días turbulentos


Después de tanto tiempo conviviendo conmigo mismo creo que no me equivoco cuando digo que leer es —junto a amar y dormir— la actividad que más placer me da. Y no me refiero solo a ese prodigio que implica el proceso de imaginar, dar forma a un texto, grabarlo en signos; para que incluso miles de años o kilómetros después uno pueda decodificarlos y captar la intención del autor, y comprender algo o conmoverse. Quiero decir que más allá de los contenidos y sus revelaciones y belleza, el acto mismo de la lectura, digamos la cuestión física, provoca en mi mente (estoy tentado a escribir “y en mi espíritu”) lo que en otros rezar, bordar, hacer ejercicios de respiración o trazar mandalas. Todo ello, la acción y su impacto, me sosiega, me acoge y me protege.

            Por ejemplo, estos días habrían sido más terribles si no me hubiese escabullido de vez en cuando entre páginas impresas. Ciertamente, ello no significa abstraerme del todo de la realidad, aunque muchas veces lo busque; pero la hace más inteligible y soportable.

            Leí el nuevo y breve libro de Fernando Ampuero, un álbum de digresiones que incluye una semblanza de su amigo Antonio Cisneros. Cuenta ahí el narrador la mañana en que el poeta lo sacó de su casa para leerle en voz alta unos textos nuevos. La escena es fácil de imaginar, la ansiedad de este, su poderosa voz resonando en el viejo comedor del Curich, semivacío a esa hora, mientras revelaba en el aire, como portentos, los versos de su tercer ‘Réquiem’: “A las inmensas preguntas celestes/ no tengo más respuesta/ que comentarios simples y sin gracia/ sobre las muchachas/ que viven por mi casa/ cerca del faro y el malecón Cisneros”. A lo largo del capítulo Fernando da cuenta con gracia de la esencia contradictoria y huracanada de Toño. Pero, más allá de las sabrosas anécdotas, agradecí internamente el regreso a esos versos tan humildes: aquel poeta que tenía algo de roble en llamas confiesa que ante lo inabarcable y lo trascendental no lo queda más que —o incluso prefiere— zafar como un chico que mira chicas lindas desde su ventana.

            Y de vuelta al presente, no resta más que anhelar menos púlpitos morales, menos dedos admonitorios, amenazas e insultos. Por favor, menos verdades absolutas. Han sido tiempos muy oscuros. Vamos a sanarnos. Vamos a vivir la vida con ganas, que no es poco.

*

            Hablando de vitalidad, en enero de 2013 murió Alfonso W. Quiroz. Tenía solo 56 años. Que alguien así haya fallecido tan pronto es más que lamentable: es una desgracia. La brillantez y capacidad de trabajo de Quiroz eran superlativos. Muchos hemos abierto los ojos a esa otra historia del Perú que es la historia de la corrupción en el Perú a través de su obra más famosa. Buscando un dato volví a sus páginas. Y ya en ello pensé cuánto me hubiera gustado conocerlo, charlar con él, y así llegué sin proponérmelo a una cosa que le hubiera preguntado. 

            Transcribo del apéndice:

            “¿Fue el gobierno de (…) Fujimori el más corrupto en la historia del Perú? A primera vista podría parecer que sí, considerando (…) una corrupción generalizada y sistemática que involucró una amplia gama de instituciones y personajes tanto públicos como privados. Las riendas (…) de la Administración Pública nacional evidentemente fueron capturadas (…) el nivel de corrupción de la década de 1990 definitivamente superó al de todos los demás gobiernos de la historia moderna”.

            Luego, en una tabla, el experto explica cómo entre el 90 y el 99 esta cleptocracia costó al país 14.091 millones de dólares.

            Quiroz no llegó a ver su libro editado, ni mucho menos pudo ser testigo de las múltiples reimpresiones ni de la trascendencia de su trabajo. Tampoco pudo asistir a lo que ocurrió con el fujimorismo. Daría muchísimo por conocer su opinión de lo que está sucediendo hoy, de cómo terminó representando “la democracia” para muchos, qué vaticinaría, hasta dónde creería que llegaremos, cuánto hay que aguantar, por qué, para qué.

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            Un libro que abre la toma de lo que cita Quiroz es El último dictador, de José Alejandro Godoy, en realidad todo un documental enciclopédico del todavía único paso del fujimorismo por el Ejecutivo. Hace cosa de dos meses leí el libro de un tirón, con la mente a full de evocaciones y enojos: qué gran trabajo el de este joven politólogo, no en vano se ha convertido en uno de los libros más celebrados del año (otro es Plata como cancha, el revelador perfil de César Acuña por el cual Christopher Acosta y sus editores están siendo judicialmente fustigados por el empresario y político norteño).

            Acabo de releer el capítulo titulado ‘Ni limpias, ni justas, ni transparentes (enero-junio, 2000)’, donde Godoy trata el episodio de la re-reelección. Es verdad que Keiko Fujimori se alejaba entonces del gobierno de su padre para estudiar en los Estados Unidos (un asunto farragoso hasta ahora), pero resulta desconcertante recordar la participación de políticos, empresarios y periodistas en aquella aventura malhadada, y cuánto de lo vivido entonces se repite frente a nosotros. El autor ha respondido las varias veces que se lo han preguntado que El último dictador marca una primera etapa del fujimorismo. Que lo que fue no ha dejado de ser, que en realidad es más de lo mismo, que alguien tendrá que escribir este nuevo capítulo.

*

            Tengo dos libros en espera: Independencia, donde Natalia Sobrevilla desbroza los sucesos cuyo bicentenario conmemoraremos el mismo día en que un nuevo Presidente se coloque la banda; y una hermosa edición de Odisea en la versión de Samuel Butler, con textos complementarios de Margaret Atwood, Nick Cave y más. Ambas lecturas llegan a tiempo, con esa misteriosa intuición que parecen tener los libros, como las canciones, para desembarcar en uno en el momento adecuado. 

            Sin embargo, antes seguiré paseándome un rato por las páginas de El infinito en un junco, la preciosísima historia de los libros en la antigüedad escrita por Irene Vallejo. ¡Qué libro triunfante! Es de esos que provoca cada tanto pararse y aplaudir. Lo empecé recién, y me topé con un pasaje en el que la autora cuenta de esa pasión frenética de Alejandro por ir siempre más allá del mundo conocido, más lejos, en busca de aventuras y conquistas. Y dice “la lengua griega tiene una palabra para describir su obsesión: póthos. Es el deseo de lo ausente o lo inalcanzable, un deseo que hace sufrir porque es imposible de calmar”. 

            No sé si la señora Fujimori piense volver a postular el 2026. Quizá ese tesón tenga de admirable. O quizá, también, sea el momento de acabar de una vez por todas con el legado político de su padre.

1 comentario

  1. Juan Pablo Valdivia

    Me ha gustado este artículo de Dante Trujillo. Reconociendo mi infinita ignorancia, diré que no lo conocía pero ahora lo seguiré de cerca porque tiene un estilo que ayuda a calmar las tensiones del infierno diario. Me queda la tarea grata de Indagar por la palabra griega Póthos y la lectura del libro de Irene Vallejo. Gracias

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