El abuelo vuelve de visita


El azar me hace un regalo de cumpleaños


Tuve una relación muy bonita con mi abuelo Javier, el papá de mi papá. Político de la vieja escuela, fundador del Frente Democrático Nacional y la Democracia Cristiana, cinco veces diputado por Arequipa y ministro de Justicia. Identificó mi temprano interés por la política, lo celebró y potenció. Vivía cerca de mi casa, así que me era fácil visitarlo luego del colegio para revisar su biblioteca o escucharlo contar sobre alguna de las rebeliones de Arequipa, con un nivel de detalle que solo una memoria prodigiosa como la suya permitía. 

Vaya que fue longevo el abuelo. La gripe española, el caudaloso río Majes, las balas de Odría y los índices de esperanza de vida no pudieron con él. Estuvo con nosotros hasta los 104 años. O, visto desde mi lado, estuvo conmigo hasta que tuve 27 años. Tomando en cuenta que era una persona nacida en la primera década del siglo XX, fue una suerte siquiera llegar a conocerlo y un auténtico privilegio tenerlo tantos años a mi lado.

Aun así, hay algo que siempre he lamentado: mi abuelo falleció tres años antes de que yo fuera elegido congresista, a los 30, la edad en la que él llegó a la Cámara de Diputados por primera vez. Imagino sus consejos durante la campaña, las llamadas impacientes preguntando si ya tenía los resultados electorales, la felicidad el día de la juramentación, la respectiva foto apoyados ambos en mi escaño, tratando de adivinar cuál fue el suyo.

No se pudo y ya está. Como les decía, nada que reprocharle a la vida luego de tantos años juntos.

Igual, no ha dejado de acompañarme de una forma u otra todos estos años. Está presente en los recuerdos de la familia, los cuales se repiten cual si fuese parte de un rito, para que las nuevas generaciones lo conozcan y para que nosotros no lo olvidemos. Está también en las anécdotas que sigo escuchando por primera vez gracias a las decenas de amigos de todas las generaciones que dejó tanto en Lima como en Arequipa. Y está, también, en el maravilloso libro de memorias que escribió cuando decidió retirarse de la política activa —Político por vocación: testimonios y memorias—, el cual me sirvió como si algunos de sus capítulos hubiesen sido escritos para darme lecciones para la vida política, como cuando tuvo que renunciar a su partido por principios o enfrentarse a una mayoría conservadora, siendo un joven diputado en minoría. 

Pero ayer, en mi cumpleaños, su presencia se produjo de una forma inesperada.

Sucedió temprano, mientras yo inauguraba una nueva tradición cumpleañera y tomaba desayuno con mi esposo en un café del barrio. Al otro lado de la ciudad, mi hermana empezó su día buscando en su biblioteca el temido libro de Baldor, aquel clásico escolar lleno de complicados problemas matemáticos. Mi hermana lo buscaba para enviárselo a una sobrina que, siguiendo mis pasos, está sufriendo con los números en el colegio. Esa misma edición de Baldor fue la que años atrás me ayudó a pasar matemáticas en el colegio y Mate 1 en Letras de la Católica, no sin pocas frustraciones en el proceso. Luego de mí, varios de mis sobrinos han padecido con el mismo mamotreto de tapa dura. 

Mi hermana pudo buscar ese libro en otro momento de su ocupadísima semana, pero lo hizo ese lunes 20 en la mañana. Pudo ponerlo apresuradamente en su bolso y seguir con su día, pero se detuvo a revisarlo. Pudo ignorar, como tantos antes de ella, lo que se encontraba en el forro de la contraportada, pero lo vio. Por primera vez en años alguien encontró ese sobre blanco con mi nombre escrito en lapicero azul. 

Y lo abrió.

“Para Alberto de Belaunde, de su abuelo. Feliz cumpleaños”. Su firma, con esas jotas y bes mayúsculas inconfundibles. Junto al mensaje, un billete pensado seguramente para que me compre un par de libros.

No tengo memoria de haber guardado eso ahí, ni cuándo lo hice. Seguro mi abuelo fue a visitarme mientras hacía mis tareas escolares y metí el sobre en ese libro mientras conversábamos. O tal vez quise esconder con infantil recelo mi regalo y decidí hacerlo en el libro más impopular de la casa. Sea cual fuera el caso, lo cierto es que olvidé que estaba ahí, y el libro circuló por la familia sin que nadie lo notase.

Y así llegó el día de hoy, donde el azar y la imaginación me permitieron tener un momento de inesperada ternura. Diez años después de la última vez que nos vimos, mi abuelo volvía de visita, y me daba, con complicidad y fingido secretismo, el sobrecito con mi regalo de cumpleaños, como solía hacerlo cada 20 de marzo. Ayuda a pensarlo así el hecho de que se haya olvidado de poner la fecha en el mensaje, como si lo hubiese escrito ayer mismo.

Gracias por la visita, abuelo. Como pudiste ver, hemos cumplido lo que nos pediste a mi hermano y a mí el día en que falleció la mamama: seguimos todos muy unidos.

Vuelve cuando quieras, pero anda tranquilo. 


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11 comentarios

  1. Al margen que los Belaunde constituyen ya un linaje de la democracia política en el Perú, cayó muy bien un toque de literatura en el jugo, una misteriosa, puntualísima y nada casual visita del pasado resumida en un buen, sencillo y sentido relato.

  2. Juan zagaceta

    Todo genial. Pero, Siento curiosidad por saber la denominación de aquel billete.

    • Alberto de Belaunde

      ¡El dato relevante es que sigue en circulación!

  3. María Isabel Manzanares

    Hermoso y eterno mensaje. Me encantó.

    • Alberto de Belaunde

      Gracias, Richard. Valoro mucho tu comentario.

  4. Cecilia A. Lanzara

    Qué hermoso texto. Un abrazo cumpleañero Alberto

  5. Francisco Javier Luna Aubry

    Bellísimo texto!! Ojalá todos los abuelos pudiéramos dejar ese legado a nuestros nietos

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