Doña Pepa otra vez


Un error periodístico nos recuerda la caricaturización que ejercemos sobre los otros


Desde hace un buen tiempo termino mis semestres en la universidad mostrándole a mis estudiantes dos videos. Los presento como mi último ofrecimiento personal antes de que nos convirtamos en personas que solo se cruzan en los pasillos y cuyo recuerdo eventualmente se irá extinguiendo. Ambos son TED Talks: el primero es un video de Clint Smithen el que habla de la importancia del uso de nuestra voz, y el segundo es uno de Luvvie Jones, en el que ella nos reta a ser la primera pieza del dominó, a ser valientes y a utilizar nuestra voz no solo cuando algo está mal, sino especialmente cuando algo está mal. 

Estos videos, obviamente, tienen un contexto. Son el colofón de un semestre de discusiones académicas y de mucho análisis riguroso a varios asuntos que tienen que ver con las desigualdades en el país, diferentes poblaciones y grupos, qué sabemos y qué no sabemos sobre estos, y por qué; además de cómo nuestra propia posición en el mundo influye en las formas en que nos relacionamos entre nosotros y con los anteriores. En cualquier caso, mi filosofía es que, en este viaje en el que acompaño a mis estudiantes, absolutamente todo lo que sucede en el aula es una oportunidad de aprendizaje.

En el primer o segundo semestre del curso que dicté de Discriminación y Políticas Públicas, pregunté a mis estudiantes cómo me habían descrito ante sus padres o amigos. Hablar de sus profes y las primeras impresiones que estos les generan es una cosa común, así que tenía interés en explorar sus respuestas. Mi intención era, ya lo debe intuir, verificar cómo concebían o hablaban sobre tener una profesora visiblemente afroperuana, dado que esta no es una ocurrencia común en el sistema universitario peruano y, consecuentemente, en la universidad en la que trabajo: qué tipo de lenguaje utilizaban, si era un factor que mencionaban o no, si era algo que les parecía curioso o, más bien, irrelevante. Evaluaba, básicamente, cuál era su tipo de vinculación al tema de las identidades raciales de las personas con las que tendrían una relación de colaboración sostenida.

Tal como lo esperaba, las respuestas fueron variadas: muchos omitían mencionar mi identidad racial por completo, otros aceptaban haberla mencionado y conversado extensamente con sus pares, pero aceptaban estar incómodos al contarme a mí sobre sus conversaciones; otros, mas bien, ponían por delante mi identidad afroperuana y mi activismo como un asunto exótico que les había hecho inscribirse en mi clase, algo que podríamos tomar buenamente como curiosidad científica. Al final, nadie tenía mala intención, y todas las respuestas se alinearon con las reacciones comunes de una persona formada en el sistema social de un país como el Perú y la narrativa que este ha construido sobre la afroperuanidad. Una novedad para unos, un aspecto irrelevante para otros, algo incómodo para otros más. Algo a resaltar como diferente o algo que no debía mencionarse: el espectro que esperaba. 

En una de esas, uno de los estudiantes levantó la mano de forma tan asertiva que pensé que me sorprendería, y, efectivamente, lo hizo, porque trajo al aula el elemento que faltaba en esta construcción colectiva de lo afroperuano. Dado que empezó con un “no se vaya a ofender”, me permitió ponerme rápidamente una coraza que cubriera lo personal, dejando solo a la profesora Mariela en el salón. “Yo le dije a mis amigos que usted se parecía a Doña Pepa”, me confesó.Hubo risas de algunos, un silencio incómodo en otros, y el asombro de varios ante la osadía de decirlo en voz alta, supongo, pero la clase prosiguió de muy buena manera. El semestre terminó y, además, el alumno aprobó con una muy buena nota. 

Lo que sentí en ese momento se hizo irrelevante. Mi trabajo como docente es hacer de todos los momentos una posibilidad de aprendizaje. De hecho, volvimos a ese comentario hacia el final del semestre: si ahora me describiría igual, por qué estuvo mal utilizar a una caricatura para describir a una persona, qué significa utilizar a una caricatura basada en un estereotipo y que hace referencia al tiempo esclavista para describir a una persona racializada, si eso es deshumanización o no, entre otros. Y con respecto al resto del grupo, por qué responder con risas, si se debió decir algo, si el silencio era pertinente o qué aportaba el mismo, o cuál hubiera sido el mejor mecanismo. 

Si me he puesto a recordar todo aquello es porque el martes pasado fue el Día de la Mujer Afroperuana. Ese día suelo escribir para varios medios sobre lo que significa esa conmemoración y el lunes en la tarde me enviaron de un diario en que colaboré la maqueta del texto —es decir, cómo se vería diagramado en la versión impresa— y me despreocupé: el texto ya estaba listo y seguro que lo vería en redes al día siguiente. A la mañana siguiente me llegó el enlace de la nota ya publicada y en 0.3 segundos sentí lo mismo que al escuchar el comentario de aquel alumno tiempo atrás; sensaciones de la Mariela persona, no de la profesora: una mezcla de vergüenza, humillación, rabia interna, desesperanza, y decepción. Estoy segura de que, dibujada también sin mala intención, acompañaba a mi artículo una cara negra de grandes labios rojos: casi, casi, una Doña Pepa 2.0. 

Con muy buena intención, algunos me recomendaron guardar silencio porque esto siempre se puede “resolver” internamente —no los jugueros de esta plataforma, pues mis compas son igual de incendiapraderas que yo— pero minimizar estos incidentes, relativizarlos, o no hablar de ellos, es el mecanismo protector que permite que sigan sucediendo. Y así como mi estudiante, el ilustrador no merece una “sanción” porque hizo lo mismo que hacemos todos los días respecto a los temas raciales en el país: los afirmamos, los negamos o nos burlamos, queriendo o sin querer. Un producto más del sistema. 

Mi conclusión personal es que esta es una de las razones por las que estos temas tienen que seguir siendo objeto de conversación. Cuando las identidades raciales de las personas y cómo estás son o no relevantes en nuestro navegar social sea un tema del que podamos conversar amplia y abiertamente, podremos extender ese péndulo tan reducido que nuestro sistema nos ha permitido. Personalmente, encuentro que sea que estas cosas me sucedan a mí, a la siguiente persona afroperuana, o a usted, mi silencio no le sirve a nadie. Y es verdad que me podría “quemar con el medio” que pidió mi colaboración, pero también puedo optar —y voy a hacerlo— por dejar de ofrecer mis reflexiones en un espacio que no va a ser recíproco en el análisis de las imágenes que acompañan a los textos de sus colaboradores. 

Finalmente, deseo dejar constancia de que esta reflexión no tiene la intención de culpabilizar a una persona en particular, sino llamar nuestra atención sobre las formas en que, desde nuestros espacios, todas y todos reforzamos o replicamos algunas de nuestras taras colectivas. Por esta razón, además de las descritas más arriba, tampoco he compartido el enlace a la nota y la gráfica en mención. No pienso contribuir a la ridiculización de las mujeres afroperuanas. Si usted tiene interés en buscarla —está ampliamente disponible en redes—, siéntase libre de hacerlo, pero luego pregúntese dónde radica su curiosidad y por qué. 


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