Adiós, borde amarillo 


Repaso y despedida a la influyente trayectoria de National Geographic 


La casa de mi abuelita tenía todo lo que se espera de una casa de abuelita: fotos, estampas de primeras comuniones, sillones antiguos y otros recuerdos. Pero la casa de mi abuelita tenía, además, algo particular: una colección de cientos de revistas de National Geographic que formaban una franja amarilla en el aparador del comedor. 

Todos queríamos navegar entre los cientos de maravillas que las Nat Geo nos presentaban, desde fotos de los masái mara en Kenia y gélidos parajes de la Antártida, hasta paisajes más conocidos para nosotros, como Machu Picchu al amanecer. Crecer ojeando esta colección a la hora de almorzar afianzó mi conexión por la revista del marco amarillo: ya antes de saber leer era consciente de qué ediciones me gustaban más y cuáles no podía ni ver. Especial respeto le tenía a la famosa edición de 1985, que muestra el holograma del cráneo de un niño que vivió en Kenia hace 1.600.000 años. O la famosa portada de la niña afgana Sharbat Gula, la cual me cautivó como a millones de personas que ahora la señalan como una de las fotos más reconocibles de National Geographic desde que fuera publicada ese mismo año.

Nunca me he detenido a pensar que todos mis momentos revisando estas Nat Geo estaban limitados por el conocimiento del inglés que podía tener cuando era niña. Es que el lenguaje que hablaban estas revistas era el de las fotos. Los textos, por más profesionales que fueran, eran para mí el acompañamiento de las increíbles imágenes impresas en máxima calidad dentro de la revista. Mi abuelita tampoco hablaba inglés, así que supongo que también eran las fotos lo que más disfrutaba. Aunque mi abuelita y yo éramos las principales beneficiarias de esta colección, el verdadero dueño era mi tío Nano, el suscriptor oficial, quien cuenta en su haber con cientos de National Geographic guardadas por décadas desde que inició su suscripción a finales de los años 70. 

Como él mismo cuenta, recibir las revistas era por entonces una aventura. Sin tarjetas de crédito, ni internet, ni llamadas internacionales gratuitas, era una agonía asegurarse que las revistas llegaran a Perú. Era ahí cuando amigos, conocidos y quien compartiera ese afán por las Nat Geo lo ayudaban a recibir y transportar las revistas de los marcos amarillos a través de las fronteras hasta el comedor de la casa de mi abuelita. Después de décadas de ser un coleccionista ávido, su suscripción finalmente terminó después de nunca recibir las revistas que había solicitado, las que eventualmente se revendían en algunos quioscos de Lima.

Hace unas semanas, cuando National Geographic anunció el fin de su edición impresa, me fue imposible no pensar en todas aquellas personas como mi abuelita o mi tío Nano, para quienes esos ejemplares eran objeto de colección y tema de conversación familiar. Finalmente, las Nat Geo eran más que una revista: eran una ventana al mundo con marco amarillo. 

A lo largo de su historia, la fama y el reconocimiento de dicha publicación se fue extendiendo a todo de productos y servicios. El reconocible amarillo ha decorado tiendas físicas al amparo de la marca, toursexclusivos para quienes soñaban con conocer los lugares fotografiados en la revista, y canales de televisión, entre otras aventuras. El sello de Nat Geo se convirtió en sinónimo de curiosidad, de excelencia visual y, hasta cierto punto, de nostalgia por un mundo menos conectado y con lugares aún por explorar. Sin embargo, bajo la dirección de Discovery —dueños de la marca—, el próximo año se dará fin a la revista impresa, aquella que hizo de Nat Geo una marca mundial. 

La nostalgia que acompaña este aviso también viene con reflexión. Durante los 134 años en los que National Geographic  ha estado en circulación, ha sido objeto de críticas y controversias. Varias historias publicadas a lo largo de esos años han sido observadas por historiadores, arqueólogos y fotógrafos. En diversos casos, han sido sociedades de arqueólogos las que han señalado que Nat Geo producía programas de televisión con excavadores aficionados en lugar de arqueólogos, los que podían dañar el patrimonio o promover una excavación sin regulación. En algunos casos, la corrección histórica de la revista fue dejada de lado para centrarse en crear historias increíbles. En 1995, la antropóloga Catherine Lutz y la socióloga Jane Collins argumentaron que el poder de la imagen, tan asociado a la revista, también servía para construir una visión del mundo que era amable para el público estadounidense bajo una falsa objetividad. Así, las expertas criticaban que Nat Geo presentara a diversas sociedades del mundo como objetos de análisis, en lugar de presentarlas como comunidades de seres humanos que podían contar sus historias como protagonistas.

Recién en 2018 las críticas vinieron desde la propia revista, con la publicación de “Race Issue”, la edición sobre la raza. En abril de ese año Susan Golberg, la primera mujer editora de la revista, publicó un artículo titulado “Para superar el racismo del pasado, debemos reconocerlo” y en él reconocía que Nat Geo había evitado sistemáticamente hablar sobre las vidas de los afroamericanos en Estados Unidos, mientras describía a los ‘nativos’ en otros lugares como “exóticos, famosos y frecuentemente desvestidos, felices cazadores, nobles salvajes, todo tipo de cliché”.  El artículo de la editora se recoge en el trabajo de John Edwin Mason, profesor de Historia de la Universidad de Virginia, quien se encargó de analizar los 130 años de la revista para entender cómo había perpetuado el racismo y una visión del mundo editada para sus lectores estadounidenses.

Un argumento que se suma a los de Mason es la tendencia de Nat Geo a hacer protagonistas del conocimiento a científicos y expertos estadounidenses, dejando constantemente de lado a los especialistas locales que colaboran con ellos, cuyos nombres y aportes han sido pocas veces mencionados en las páginas de la revista. Este argumento es abordado en el libro Conquista disciplinaria: académicos estadounidenses en América del Sur, 1900-1945. En sus páginas, Ricardo Salvatore presenta un caso que conocemos muy bien: el de Hiram Bingham. A inicios del siglo XX, el explorador estadounidense viajó por segunda y tercera vez al Perú gracias a los apoyos económicos de Kodak, la Universidad de Yale y Nat Geo, quienes se aseguraron la primicia de los resultados de la exploración de Bingham. Los resultados de la expedición se publicaron en National Geographic en abril de 1913, en una edición dedicada a la ciudadela Inca y donde se encontraban las primeras imágenes de Machu Picchu. Como era de esperarse, la publicación convertiría a Bingham en sinónimo de Machu Picchu e inspiraría a otros exploradores estadounidenses que no solo respondían a su curiosidad, sino también a la influencia que buscaba tener Estados Unidos en nuestra región. 

Las formas en que Nat Geo ha incidido en nuestra percepción del mundo no acabarán con el fin de su publicación impresa. En algunos casos, recordaremos a la revista por hacer protagonistas a quienes pasaron por sus lentes —como la mencionada Sharbat Gula— y, en otros, por ocultar a los protagonistas de nuestra historia, como aquellos peruanos que guiaron a Bingham a Machu Picchu. Aunque sus increíbles imágenes ya no se impriman en papel, Nat Geo seguirá produciendo contenido de forma digital. Si la nostalgia por la revista de bordes amarillos ya empieza a asomarse, debemos recordar que uno puede seguirla por todas sus redes, incluyendo Threads, el nuevo “Twitter de Instagram” que tiene menos de una semana, pero en donde Nat Geo ya cuenta con más de 4 millones de seguidores, señal de que la revista sigue impresa en nuestras memorias. 


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