Solo existes si consumes


¿Se han olvidado nuestras autoridades de que, aparte de billetera, tenemos corazones?


Me pregunto cómo habrá sido, en la inmensa tierra por explorar, el primer episodio en que un Homo sapiens tuvo que pagarle a otro por poner pie en un territorio que hasta entonces era de acceso universal. Quizá fue cuando una familia se encontró con unas lianas trenzadas que ayudaban providencialmente a cruzar una corriente, y quien allí las puso les pidió algún fruto a cambio de la asistencia; o tal vez cuando la agricultura prendió en una comarca y unos humanos en migración, todavía recolectores, fueron amenazados por los que ya estaban establecidos. 

Cualquiera haya sido el inicio de la frontera entre lo público y lo privado, sus consecuencias no dejan de levantar pasiones incluso hoy: lo compruebo al enterarme de que en el distrito en que vivo se armó un alboroto porque unos vigilantes de la municipalidad quisieron desalojar de un parque frente al mar a unos practicantes de yoga.

Mientras aquello ocurría en mi vecindario, yo me encontraba en Ecuador. Mis actividades incluían visitas a distintas librerías en Quito y Guayaquil en las que tuve encuentros con un público muy amable y cultivado. El marco de esas reuniones, sin embargo, me pareció muy curioso: todas, salvo una, se dieron en centros comerciales. Tras pensarlo un poco, entendí que, como ocurre en otras urbes latinoamericanas, en dichas ciudades existe un temor a la delincuencia y una percepción de caos en sus calles, y los centros comerciales, gusten o no, cumplen con reglas infalibles de iluminación, limpieza y seguridad, además de un clima controlado.

Se habrá advertido ya el parecido entre mi fabulado Homo sapiens que instaló lianas para cruzar y las corporaciones que construyeron estos centros comerciales: ambos invirtieron para dotar de comodidad a los viandantes con la expectativa de un desembolso. 
Lo preocupante en mi país, tal como lo vi en Ecuador, es constatar que, tratándose de esparcimiento y cultura, el Estado haya abandonado la tarea de invertir dinero público para el público. ¿No es verdad que en nuestras ciudades más importantes los centros comerciales se han convertido en los nuevos parques públicos, y que hubo un tiempo en que esta tendencia incluso se aplaudía porque solo se veía la careta del crecimiento económico? 

Esta visión, por supuesto, revela una preocupante tendencia a considerar más ciudadano a quien más dinero tiene para gastar: Homo sapiens, no; Homo consumens, sí. 

A fines de 2017 me llamó mucho la atención un término que fue elegido entonces como “la palabra del año” por la Fundéu BBVA: aporofobia. Es decir, el miedo o rechazo a los pobres. 

En consecuencia con esa tendencia deshumanizadora —en la que el dinero separa a los migrantes de los inversionistas, por ejemplo—, en mi país pareciera que para muchas autoridades solo existes si consumes. Esto no solo se ve cuando el serenazgo de Miraflores —un distrito que siendo privilegiado, hasta hace no mucho tendía a ser inclusivo— envía a los ciudadanos a hacer yoga a otra parte, o cuando el encargado de la seguridad de un club náutico busca ahuyentar a un remero que flota en el mar, sino en circunstancias menos visibilizadas: cuando nuestros vecinos se ven empujados a acceder a libros que deben comprar en librerías o a ver películas que se proyectan en multicines comerciales, sin la opción de ir a una biblioteca o a una cinemateca pública que les sea cercana.

La falta de dinero público no es excusa para estas ausencias, como ha quedado demostrado con el impresionante florecimiento cultural de una ciudad nada escandinava como Medellín.

A mis compatriotas parece haberles tocado la maldición de una política pública trabajada por gestores de visión limitada: autoridades que ven a las ciudades como espacios para hacer transacciones en lugar de territorios para construir humanidad.

Así las cosas, que no nos sorprenda que en pocos años nuestras ciudades se hayan convertido totalmente en estresantes mercados persas, en donde la calidad de vida solo le será asignada, de vez en cuando, a quien pueda escaparse muy lejos de vacaciones.  
Pagando, obviamente.


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3 comentarios

  1. Rogers

    No hay espacios públicos suficientes para un esparcimiento cultural o deportivo de estándares mínimos. En la ciudad donde vivo (Piura), por ejemplo, hay pocas plataformas deportivas, siempre ocupadas y hasta enrejadas por los vecinos, evitando el acceso a ellas pese a ser lugares públicos. Han surgido a raíz de esto, plataformas deportivas privadas, pero para acceder, tienes que pagar.

  2. Naancy Goyburo

    Magnífico articulo para quienes sufrimos lo que viene ocurriendo en Miraflores con el nuevo Alcalde de Renovación Popular, que no sólo es «deshumanizado». ¡Difundido!

  3. Pier Paolo Marzo Rodríguez

    Precisa descripción de un distopía en construcción.
    Tan fácil que sería una fuerza política qué tenga tres principios de su acción pública :
    1) Trata a los otros como quieres que te traten.
    2) Paga tus impuestos exigiendo buenos servicios.
    3) Enriquécete si quieres y puedes ; pero acuérdate de los pobres.

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