Nunca tan bien, nunca tan mal


El recuento de una visitante asidua y comprometida


Desde que la pandemia se hizo algo más manejable gracias a la aparición de las vacunas he vuelto a venir al Perú con la regularidad de antes, porque, si bien llevo más de 25 años viviendo fuera, nunca me fui de verdad, ni rompí mis lazos afectivos, familiares y profesionales con el Perú.

Me dediqué a la historia peruana para conservar esa conexión y gracias a ella he logrado mantener los vínculos aquí, e incluso fortalecerlos. Por un lado, porque mi trabajo se construye con base en lo que investigo en los archivos peruanos, no solo en Lima sino en una multiplicidad de regiones, y, además, porque la vida académica me da mucho tiempo cuando no enseño para pasar temporadas aquí escribiendo e investigando.

Esta posibilidad y elección de vida de ir y venir permanentemente me ha permitido observar los cambios en mi país desde la perspectiva particular que ofrece la cercanía de conocer el medio y venir con frecuencia, pero con el beneficio de la distancia, de no estar realmente inmersa en el día a día. A ello se le suma la ventaja adicional de que durante todos estos años he viajado por casi todo el Perú haciendo proyectos de investigación, lo cual me ha permitido observar que lo que se ve desde Lima no es siempre lo mismo que se ve desde otras ciudades y realidades.

Una de las constantes que he observado es que las cosas nunca han estado tan mal como parecen, pero, de la misma manera, tampoco han estado tan bien como se ha imaginado. Cuando emigré a mediados de los noventa, a inicios del segundo gobierno de Fujimori, la narrativa del éxito del país era ensordecedora. Era comprensible después de más de una década de horror, caos político y desmadre económico. Pero las cosas tampoco estaban tan bien: cuando viajé a Pozuzo en 1995 atravesando por tierra el país vi los amargos estragos de la guerra y las heridas a las que les faltaba muchísimo por cauterizar.

Entre fines de 1999 y comienzos del 2001 viví en el Perú mientras hacía mi tesis doctoral y fui parte de la vorágine que llevó al final del fujimorato. Observé cómo renacía la esperanza de que el país podría cambiar para mejor, pasé estancias prolongadas en Cusco y en Arequipa, vi como se vivió el proceso fuera de Lima y experimenté el golpe económico de la larga y profunda recesión de ese momento.

A inicios del milenio pasé mucho tiempo aquí mientras escribía la tesis, estuve en Cajamarca y en el 2003 me quedé por tres meses. Fue entonces cuando me fui dando cuenta de que, a pesar de los lamentos constantes de que el país estaba en lo más profundo del pantano, poco a poco las cosas parecían mejorar. Al mismo tiempo que se quejaban, los peruanos comenzaban a consumir más y el boom de la gastronomía empezaba a convertirse en una bola de nieve, lista para arrasar con todo y convencer a mis compatriotas de que saldríamos del subdesarrollo a punta de anticuchos y arroz chaufa.

En los siguientes viajes todo era ir a conocer los últimos huariques y los restaurantes más innovadores, mientras que en las ciudades que iba visitando se notaba variantes regionales del fenómeno. Mucho más rápido de lo parecía posible cambió la narrativa y, de buenas a primeras, el Perú se había convertido en el país más prometedor del planeta.

Después del shock inicial que significó volver a tener a Alan García de presidente todo parecía estar al alza, teníamos un premio Nobel de literatura, nuestra comida era las más rica y abundante del mundo —aunque muchos tuvieran la mala fortuna de seguir sin tener suficiente que comer— y la marca país convenció a propios y extraños de que en cuestión de minutos estaríamos en la OECD. Éramos el nuevo tigre del Pacífico.

En 2010 pasé cinco meses en Perú gracias a un proyecto de digitalización de colecciones de periódicos con el que tuve la oportunidad de viajar de norte a sur y de este a oeste. Lo que me quedó claro es que así como nunca habíamos estado tan mal, tampoco estábamos tan bien, y que ese ánimo y optimismo que se vivía en Lima no se reflejaba en cambios estructurales en el país.

Las elecciones de 2011 fueron un remezón: quienes vivían la gran prosperidad no querían cambio alguno al modelo y temían perder lo ganado. Al final se impuso el piloto automático y, si bien se crearon algunos programas de ayuda social, todo siguió su curso, pues la sensación de que salíamos del subdesarrollo impulsados por los minerales, el crédito fácil y el consumo era generalizada. A mí siempre me pareció que era otra era del guano.

Cuando se eligió a Kuczynski, la esperanza del sector integrado a los mercados fue que, ahora sí, todo sería un éxito, teníamos “un presidente de lujo”, pero todos sabemos cómo terminó todo eso y desde entonces seguimos en una espiral descendente de la que parecemos no saber escapar. Mirar las noticias día a día es como vivir en una crisis permanente, pero donde todo se mantiene más o menos igual. Por un minuto la pandemia pareció lograr que muchos entendieran cómo vive la mayoría de los peruanos, rasguñando el fondo de la olla y sobreviviendo con lo que les es posible; pero al final todo ha seguido más o menos en lo mismo.

Siempre me dicen: tú no sabes nada porque no vives acá. Como si por mi residencia oficial no me importara, ni me preocupara lo que ocurre en mi país. Pero no es así. Nuevamente, y como desde hace tiempo, noto que así como nunca estuvimos tan mal, tampoco estuvimos tan bien, empantanados en un lugar del que, al parecer, no nos movemos nunca.

Quizá ser peruano sea vivir en un limbo. En ese ir y venir del que yo tampoco he querido salir.

1 comentario

  1. Federico Alponte-Wilson

    Gracias por el buen resumen. Recordé la canción “sufre peruano, sufre…” que se puso de moda en esos años cuando todo salía mal.

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