Los años de vivir en peligro


Indonesia y Perú: paralelos de una historia reciente


Hace poco más de una semana llegué a Indonesia con mis hijos. Comenzamos el viaje por la inmensa ciudad de Yakarta, cuya área metropolitana, con 31 millones de personas, es la segunda más poblada del mundo después de Tokio. Un paseo al antiguo centro colonial holandés nos dejó con la sensación de estar en un lugar muy parecido al Perú: tráfico desordenado, grandes carreteras y zonas muy modernas rodeadas de mucha precariedad al lado del camino. En esta época todo el país está embanderado de rojo y blanco ya que el 17 de agosto celebraron 78 años de independencia.

Pero entre ambos países hay más conexión que el color de sus banderas y la misma latitud, aunque del otro lado del mundo: los dos son conocidos por ser destinos turísticos que acallan la compleja historia de colonialismo y sangre derramada durante el siglo XX. Así como quienes vienen a conocer Machu Picchu y a comer cebiche no se suelen enterar de los detalles de la violencia vivida en los años 80 y 90, la mayoría de quienes vienen a Bali a disfrutar de las playas y los templos, o de los volcanes en Java, no reparan mucho en la gran masacre anticomunista de 1965, ni en las dictaduras de Sukarno y Suharto, esta última vigente hasta 1998.

En Java, más que en Bali, se siente la presencia policial y militar por todas partes. No de una manera amenazadora —porque, valgan verdades, la gente de Indonesia es tremendamente amable y cálida—, pero se siente. Existe, además, una sensación de seguridad y tranquilidad que ya quisiéramos en las Américas. En ningún momento nos sentimos en peligro, ni siquiera en el mercado mayorista de Surabaya, a donde llegamos de casualidad. Esta ciudad de Java, que es la segunda en importancia, tiene 10 millones de habitantes y en ella la gente pedía tomarse fotos con nosotros. No se nos cruzó la idea de que nos podrían robar.

Quizás algunos de los lectores recuerden una película australiana de inicios de los 80, protagonizada por Mel Gibson y Sigourney Weaver: El año que vivimos en peligro. El film recrea los meses previos a las matanzas de 1965 que precipitaron la caída de Sukarno, el primer líder de Indonesia. Fue él mismo quien, el 17 de agosto de 1964, declaró ese año, y citando a Mussolini en italiano, como l’ anno de vivere pericoloso. Fue uno de los momentos en que la Guerra Fría se calentó y provocó una orgía de sangre en la que fueron exterminados todos aquellos a quienes se acusó de tener simpatías comunistas. 

Con los avances de los comunistas en Indochina y, luego de una década de la división de Corea en Norte y Sur, los Estados Unidos y sus aliados no querían tener otra amenaza comunista en la región. Fue así que surgió Suharno cómo líder y unas 500.000 personas fueron exterminadas. Se habla incluso de un millón. Uno de los lugares donde murieron más personas per cápita fue Bali, porque el partido comunista había logrado contar con el mayor apoyo en los pueblos rurales de esta isla. No existe mayor recuerdo de ello, pero en su tiempo los perpetradores de los crímenes fueron celebrados como héroes. El típico caso de la historia contada por los vencedores.

Fue en 2012 cuando un documentalista logró darle un vuelco a esta historia de impunidad con un trabajo fímico de gran imaginación. Joshua Oppenheimer pidió a algunos de aquellos perpetradores que recrearan las masacres como si estuvieran haciendo una película que utilizara cualquier el género de cine que les provocara. El resultado fue espeluznantemente poético: algunos eligieron narrar los hechos como un western, y otros como un musical, suspense y noirThe Act of Killing (2012) o El acto de matar —traducido al Indonesio como Jagal o “Carnicero”— ganó un Oscar, un BAFTA y se puede ver completo aquí en YouTube. El proceso de crear estas películas hizo que algunos de estos perpetradores observaran lo que habían hecho con otros ojos, comprendiendo mejor el horror de lo infligido.

Dos años más tarde, Oppenheimer presentó en el Festival de Cine de Venecia The look of silence (2014), o La visión del silencio, donde el hermano de una de las víctimas de la masacre visita a algunos de los perpetradores para preguntarles sobre sus experiencias, con la excusa de realizarles exámenes de la vista, ya que era optometrista. Si bien ninguno de ellos expresó remordimiento por lo que había hecho, el documental fue muy importante para que Estados Unidos desclasificara los documentos donde quedaba clara su complicidad, así como para que el gobierno británico reconociera el papel que jugó al permitir la masacre.

A diferencia del Perú, en Indonesia no ha habido una Comisión de la Verdad y Reconciliación, tampoco un Informe Final. En Indonesia, los perpetradores de los crímenes todavía son vistos como héroes y se sabe que los abusos a los derechos humanos continuaron durante todo el periodo de Suharto, con picos específicos a mediados de los 80, sobre todo en Timor del Este durante los años en que el antiguo territorio portugués estuvo anexado a Indonesia (1976-1999). Es más, uno de los generales de eso tiempos, un antiguo yerno de Suharto acusado de masacres en Timor del Este, es uno de los candidatos con mayores posibilidades en las elecciones de febrero del año próximo. 

Este 28 de agosto en que conmemoramos los veinte años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad, no estaría de más preguntarnos por el rol que todavía tiene en nuestra sociedad la memoria de esos años en que vivimos en peligro. Estos momentos actuales de simpatía por la mano dura, inspirada por el gobierno de El Salvador —otro país que vivió gran violencia en los 80—, deberían otorgarnos la oportunidad para considerar lo que ya sufrimos en nuestra historia y la carga que llevamos. Tal vez deberíamos buscar a los perpetradores del pasado y, como en Indonesia, solicitarles que recreen el horror que vivimos como si hicieran una película, a ver si así logramos ampliar la narrativa de lo sucedido.


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