La magia del camino


Una crónica particular sobre el Camino de Santiago


Como escribí la semana pasada, estos días he estado haciendo el Camino de Santiago y, a pesar de no haber logrado aún mi ansiada Compostela, la ruta ya me ha enseñado mucho.

Lo primero, es que hay tantos caminos como peregrinos y que todos hacemos este viaje de búsqueda en nuestros propios términos. Cada uno decidió emprender esta travesía por algo y es por ello que cada uno sacará de esta experiencia lo que necesitaba, aunque quizás no lo que creía que buscaba.

También he notado que los que seguimos la ruta con el objetivo de llegar a los pies del apóstol, no lo hacemos siempre por motivos religiosos: algunos quieren lograr una proeza deportiva o se lo han propuesto por motivos personales, otros lo hacen por estar con un grupo de amigos o en familia, pero casi todos tenemos claro que lo que importa es llegar, ya sea caminando, a caballo o en bicicleta.

El peregrinaje es una práctica medieval y lo que se conoce como la Ruta Jacobea nació con la creencia de que el cuerpo del apóstol Santiago, el favorito de Jesús y que había predicado en España, fue traído desde Palestina luego de ser martirizado para ser enterrado en un campo de estrellas —de allí “Compostela”—, cerca de lo que en ese momento parecía el fin del mundo, el cabo de Finisterre.

Con base en esta tradición, alrededor del año 800 el rey asturiano Alfonso II, apodado “el casto”, dijo haber descubierto el cuerpo del apóstol y lo nombró patrón de su reino. Quienes lo sucedieron comprendieron lo importante que era tener una figura unificadora y el culto se fue afianzando.

Durante los siguientes 600 años el camino tuvo su apogeo, con peregrinos que llegaban de todos los rincones de Europa. Así se convirtió en un lugar donde los cristianos ejercían su identidad y se mezclaban personas de todo el continente con el objetivo común de llegar donde el apóstol a solicitarle algo. No se trataba, sin embargo, de la única ruta de peregrinaje, porque mucho más importante era entonces llegar a Roma o a Tierra Santa.

Los motivos para emprender el viaje variaban. Podía tratarse de un acto de fe, una promesa, un pedido, un acto de penitencia o, simplemente, la curiosidad de descubrir el mundo. También existían peregrinos profesionales que llegaban por encargo a donde se les pidiera. 

El apogeo de esta costumbre fue alcanzado en la alta Edad Media, cuando ya estaban establecidas las rutas, marcadas muchas veces con cruces e iglesias y que coincidían con puentes o pasos por las montañas. Con el tiempo se otorgaron también protecciones legales a los peregrinos y se establecieron hospitales y posadas para albergarlos.

La reforma protestante detuvo este auge y muchas rutas cayeron en desuso, aunque algunas, como la de Santiago, se mantuvieron con fuerza hasta el siglo XIX, cuando se desamortizaron los bienes de la iglesia y la secularización dio la estocada final. No fue hasta la década de 1950 que apareció una primera guía de cómo seguir la ruta en auto para promover el turismo. A esto se fueron sumando los esfuerzos para trazar las rutas, para investigar los caminos y hacerlos conocidos. Para los 1980 la popularidad volvió a crecer y desde los 90 hacer el Camino de Santiago se convirtió en un objetivo en sí mismo.

El año 2019, la oficina que concede el certificado a quienes han hecho una ruta reconocida informó haber batido todas las marcas: 347.578 caminantes. Este 2022, luego de haberse regularizado el acceso tras la pandemia, se estima que van ingresando unos 2.500 peregrinos diarios a la ciudad de Santiago durante el mes de agosto.

¿Qué nos ha llevado a tantos a salir en busca de nuestra Compostela? 
Tal vez sea un efecto de la pandemia y hasta cierto punto ese es mi caso. Era algo que siempre quise hacer, pero nunca había encontrado el momento. Después del encierro y de tantos cambios, parece que no hay ni buen, ni mal momento: simplemente, decidirse a hacerlo.

En estos días he visto a familias enteras, incluso con niños muy pequeños; a grupos de amigos, compañeros de trabajo, de parroquia, gente de asociaciones de todo tipo. He visto a muchísimos “bicigrinos”, además de gente a caballo, algunos con sus perros, y me enteré de que unos sevillanos traían una recua de burros que les cargaban las pertenencias. También existen servicios que transportan las mochilas y se sabe de casos de gente que completa partes en taxi o en auto.

Algunos lo hacemos por primera vez, otros lo han hecho muchas veces. Algunos han comenzado en Francia, otros en León, haciendo 779 km en un caso y 315 km en el otro. Existen rutas alternativas a la conocida como la francesa, que es la más popular, pero la gran mayoría partimos de Sarria para completar los últimos 115 km, lo mínimo para obtener la Compostela.

Yo voy a un paso particularmente lento, un promedio de 10 a 15 km diarios, y eso me permite hacer medias etapas y gozar del camino sin mucha gente, ya que la mayoría sale de los lugares establecidos y camina unos 22 km. Esto me ha dado la oportunidad de conocer a quienes van lento como yo y a los que van a gran velocidad, que hacen entre 30 y 40 km diarios.

Al final, uno se va dando cuenta de que no importa la velocidad, ni la distancia, ni el hacerlo solo o con gente con la que uno se encuentra en el camino: lo que importa es tomar un tiempo de nuestras agitadas vidas y dedicarnos a una meta muy específica. Salir, caminar, descansar y volver a caminar, convirtiéndonos en peregrinos del siglo XXI. Buscando respuestas a las mismas preguntas que nos venimos haciendo los humanos desde hace miles de años.


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