La democracia no es gratis


Una economista reflexiona sobre los costos de la representación


A menudo pensamos que la democracia viene gratis, que no conlleva costos. Lo cierto es que cualquier actividad de la vida implica costos, sea que los desembolsemos o que no. Un costo es un sacrificio, es algo que se deja de hacer. Por ejemplo, al escribir semanalmente esta columna dejo de hacer otras cosas, lo que constituye el costo de escribirla  junto a, por supuesto, los kilowatts de electricidad, la proporción de depreciación del equipo, etc. 

De igual manera, cuando vivimos en sociedad, ponernos de acuerdo tiene costos: sea por el tiempo mismo para escucharnos, por aquello a lo que vamos a renunciar para lograr un acuerdo, o por los gastos en que vamos a incurrir para implementar los acuerdos. En sociedades complejas, como las nuestras, con millones de personas de gran diversidad, hemos diseñado mecanismos también complejos como el sistema electoral. Elegimos a nuestros gobernantes con mayoría simple en una o dos vueltas de votación y confiamos en que implementarán las líneas de gobierno con las cuales se han comprometido en campaña y que nos motivaron a votar por ellos.

Las líneas de gobierno son diversas y comprenden un conjunto amplio de temas, algunos de los cuales son más importantes para ciertos grupos que otros. No todos estamos dispuestos a entregar la vida por todo un plan de gobierno y quizá algunos sí tengan esa voluntad por un tema específico.

Pero, ¿qué pasa cuando se gobierna con un plan distinto o completamente diferente de aquel con el que se hizo campaña? Pues, dependiendo de la intensidad de las preferencias sobre los cambios y otros factores, tendremos reacciones, desde las más apáticas hasta las más intensas, y siempre habrá quien quiera aprovechar el espacio para avanzar una agenda minoritaria y hasta violenta. Por supuesto, todas las reacciones tienen costos.

Una reacción apática devela que el costo más evidente de la traición es bajo: el tema sobre el cual el gobierno de turno cambió de opinión no motiva acción entre los votantes. Sin embargo, conlleva un costo poco visible: una traición genera desconfianza y, en este caso, se trata de una desconfianza que puede concentrarse en aquel, o aquella, que traiciona, o que puede extenderse al sistema que permite la traición. ¿Podemos medir la desconfianza? Veamos: para el empresario que toma decisiones de inversión, la desconfianza puede medirse en rendimientos esperados más altos para tomar una decisión; para la ciudadanía común y corriente, en la indiferencia ante el Estado. Así, la apatía hacia nuestros representantes es una expresión del costo de la desconfianza. 

Una reacción intensa ante un gobierno que toma acciones contrarias al programa con el cual hizo campaña muestra que el costo de la traición es alto: se motiva una acción que tiene un costo directo en quien la realiza. Pensemos en una huelga: no solo los huelguistas pierden el jornal, sino que genera costos en otras actividades, sea porque se forman piquetes para proteger la huelga o porque se suele acompañar de protestas en las calles que obligan a cambiar los planes de las personas que, de otro modo, no están involucradas con la protesta. Además, porque somos personas diferentes, no todos estamos de acuerdo con el tema de la protesta o con la manera de protestar. 

Traicionar la agenda mediante la cual se pidió la confianza de nosotros, los votantes, también puede ser entendido como una manera mediante la cual el gobernante renuncia a representarnos. “Cambié de opinión y no entiendo por qué no estás de acuerdo” es una respuesta que se le ha escuchado recientemente a importantes políticos. Por supuesto que cualquiera de nosotros cambia de opinión: como diría Keynes, si estoy al frente de hechos diferentes, lo razonable es cambiar de opinión. De acuerdo, y los políticos tienen la obligación de explicar y persuadir a sus votantes de que lo correcto es el cambio de opinión y no imponerlo a la fuerza, ahora que les hemos delegado el poder. “No estamos sujetos a mandato imperativo” se escucha de nuestros congresistas y siempre me pregunto cuándo se olvidaron del imperio de la ley y de los votos que les dieron el poder.

Es ante este segundo tipo de reacción —la más intensa que nos afecta— cuando se consulta a los economistas sobre los costos de las protestas. Las respuestas suelen enfatizar los puntos del PBI, o las horas-hombre perdidas, o el producto agropecuario pudriéndose, o el minero que no puede exportar, etc. Y sí, la pregunta es justa, sin duda. Pero, ¿qué pasa si le cambiamos la perspectiva y nos preguntamos por los enormes costos que pagamos debido a gobiernos que no nos representan?


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3 comentarios

  1. Lucho Amaya

    ¿Desde qué momento podemos decir que un gobierno no nos representa?
    Porque, por ejemplo, en cada elección, donde alguien pierde y alguien gana, ¿Los electores del perdedor pueden desde el inicio decir que el ganador no les representa?
    Otro ejemplo; cuando Toledo, y también Humala creo, descienden al 5% de aprobación en su último año de gobierno ¿Podemos decir también que ya no nos representan?

    En ambos casos podemos decirlo, claro, pero para los efectos democráticos y para los costos que, se entiende, usted dice sin mencionar ¿Es mayor la pérdida o la ganancia?

    Saludos.

  2. un gobierno pierde credibilidad al trabajar a espaldas del pueblo que lo eligió.

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