Horroris causa 


Quizá la academia deba estudiar TikTok en vez de hablarse a sí misma


Hace unas semanas fui invitado a una ceremonia en la que se le otorgó un doctorado honoris causa a un amigo. El auditorio lucía animado, deseoso de mostrarle su admiración y cariño al homenajeado, quien, en la mesa del escenario, estaba acompañado de distinguidos académicos de la universidad anfitriona. Los primeros aplausos fueron atronadores pero, como suele ocurrir cuando desciende el manto del aburrimiento, las palmas solo volvieron a hacer saltar las agujas del decibelímetro para celebrar el fin de la tortura. 

Cuando vi mi reloj, constaté que habían transcurrido 2 horas y 15 minutos.

Fue imposible que los estómagos no gruñeran mientras el resto de la ciudad almorzaba,

que las miradas más jóvenes no le fueran infieles con sus celulares al estrado, y que, hacia el final, las vejigas no hicieran levantar a muchos de sus asientos, incluyendo a quien escribe.

Así es. Pocas veces he sentido tan en carne propia la absoluta disociación que se le suele achacar a la academia con lo que ocurre fuera de sus aulas; esa renuncia a tomarle el pulso a la audiencia que en el caso de la televisión abierta es la primera preocupación y que —también hay que decirlo— puede llegar a ser perniciosa cuando va al extremo de estar pendiente del rating minuto a minuto.

¿Cuál sería, entonces, el tiempo que nuestras mentes están dispuestas a invertir para absorber contenido de calidad en una conferencia o disertación?

Durante mucho tiempo, la guía la han dado las célebres TED Talks, cuyo acrónimo significa Technology, Entertainment and Design y que duran un máximo de 20 minutos. Su primera versión data de un lejano 1984 y desde la era digital no han dejado de multiplicarse y difundirse por las redes, apelando a una sustanciosa brevedad. Para los organizadores siempre ha sido mandatoria la regla de los 18 minutos y no solo las neurociencias parecen respaldarlos: la historia nos cuenta que a John F. Kennedy le bastaron 18 minutos para persuadir a su nación de llegar a la Luna.

Cada cerebro humano es un maravilloso artefacto mecanocuántico, que si quisiera ser imitado fuera de nuestros cráneos con nuestra actual tecnología requeriría una central eléctrica y un arroyo para ser refrigerado. A medida que el kilo y trescientos gramos de nuestra masa cerebral recibe nuevos estímulos e información, sus millones de neuronas queman energía y provocan fatiga: obligarnos a prestar atención por más de dos horas, sin oradores empáticos en bloques de 18 minutos, ni glucosa para consumir, es como empujar a nuestros cerebros a las galeras a punta de latigazos.

Para los organizadores de estos tormentos, sin embargo, las malas noticias no terminan aquí:

según la Universidad Técnica de Dinamarca, incluso esos 18 minutos de atención se ha venido reduciendo en las últimas décadas. Por ejemplo, mientras que en 2013 una tendencia de Twitter podía durar en el ciberespacio un promedio de 17,5 horas, tres años después ya duraba solo 11,9 horas.

Es innegable que las redes sociales han agudizado este fenómeno al condicionar nuestros cerebros a su cada vez más insistente paleta de estímulos, pero los investigadores advierten que la tendencia ya era rastreable al menos hasta cien años atrás. Los seres urbanos de hoy estamos expuestos en un solo día a una marejada de información que a nuestros abuelos les habría tomado consumir durante semanas. Yo mismo recuerdo que cuando empecé a ganarme la vida escribiendo anuncios para diarios y revistas, encontraba un reto en la tarea de escribir un par de párrafos que fueran atractivos de leer, algo que es totalmente impensable en esta era de relámpagos visuales y en las que ya hay voces que postulan que la competencia de Netflix no está en HBO o Amazon, sino en los cortísimos videos de TikTok. 

En una sociedad cada vez más acostumbrada a prestarle atención a diversos estímulos a la vez —eso que los angloparlantes llaman multitasking—, y con cerebros cada vez más inquietos y hambrientos de la dopamina que producen los estímulos de las redes sociales, es inverosímil encerrar a un auditorio para escuchar a señorones dar largas peroratas, a menos que se trate de señorones como George Carlin.


Pensar, escribir, editar, diseñar, coordinar, publicar y promover este y todos nuestros artículos (y sus pódcast) cuesta y nosotros los entregamos sin cobrar. Haz click en el botón de abajo para contribuir y, de paso, espía como suscriptor nuestras reuniones editoriales.


8 comentarios

  1. Paul Naiza

    Querido Gustavo, como siempre excelente jugo sabatino. Y los tik tok estan dando la hora!!!

    • Gustavo Rodríguez

      Gracias, Paul. Un abrazo sabatino.

  2. José Octavio Ugaz La Rosa

    Buen punto Gustavo. A este paso, dentro de poco vamos a tener shots de caigua…
    A propósito, los «Shots de Jugo de Caigua» podrían ser una buena idea para TikTok.

    • Gustavo Rodríguez

      ¡Qué buena idea, Jose!
      Gracias por esa mente fresca.

  3. Eduardo Tejada

    En su lugar me hubiera retirado del auditorio mucho antes q termine la exposición
    Tiktok vino para quedarse… Siempre tomando en cuenta q lo q en esos vídeos cortos se comunica, no sea FakeNews… eso es posible mostrando las fuentes y asesoría legal o científica en su elaboración

    • Gustavo Rodríguez

      Sí, pero más pesaron las ganas de abrazar al amigo que el aburrimiento.
      Un abrazo.

  4. Percy Encinas

    Muy buena, Gustavo! No fui pero lo imaginé incluso antes de que sucediera. Tu artículo lo ha confirmado. Pero no es un problema de «la academia». Es, más bien, de ciertas «autoridades». Lo vemos en muchos eventos oficiales del Estado, por ejemplo; aunque menos, también en corporativos, sobre todo cuando los egos de sus directivos no tienen contrapeso. Si entendemos por academia al mundo de la producción de conocimiento, la discusión de ideas alrededor de ciertas agendas de cada especialidad, esa se maneja por lo general en los tiempos previstos según sea el espacio de exposición y su público objetivo: congresos, coloquios, mesas de trabajo, publicaciones. Los programas son estrictos en el empleo del tiempo desde la convocatoria misma. Como en el número de palabras cuando se trata de comunicaciones escritas. Por ello, es menos frecuente ahora que en la academia alguien someta a una soporífera verborrea a sus receptores. Así que lo que ocurrió en el evento, más allá de lo justo del reconocimiento, la buena intención de la entidad y (de seguro), la resignación de sus coordinadores frente a los egos infranqueables de los mandamases, fue una (otra más) exhibición de poder desconectado del público, de la comunidad, incluso de sus propios invitados y agasajados. Insufrible, caray!

  5. Gustavo Rodríguez

    Querido Percy, gracias por la acotación. En efecto, es el ego lo que manda.
    En ese caso, necesitan a gritos profesionales de la escena, como tú.
    Un abrazo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Volver arriba