Comer, rezar, amar


Mi mayor enseñanza a estas alturas del camino


Hace unos años alcanzó cierta fama un libro con el título que lleva este artículo y fue llevado a la pantalla con Julia Roberts como protagonista. Se trata de una mujer de mediana edad que deja atrás su ocupada vida en Nueva York para pasar unos meses en Italia, comiendo pizzas y helados, otros en la India en un retiro espiritual y, finalmente, en Indonesia, donde se reencontró con el amor.

Confieso que no leí el libro y que encontré la película un poco autoindulgente, pero acabo de caer en cuenta de que en las últimas semanas he hecho algo que es bastante parecido: como saben quienes me leen semana a semana, he pasado las dos últimas caminando a Santiago de Compostela.

Si bien caminar ha ocupado la mayoría de mis horas, no se puede negar que también ha habido algo de lo otro. Al caminar he comido deliciosamente, porque en Galicia ­—sobre todo en la costa— todo lo que se come es delicioso, pero también he rezado y, más que eso, he meditado porque, como me dijo alguien en el camino, uno no emprende una empresa como esta sin un motivo, y yo necesitaba pasar un tiempo conmigo misma y reflexionar profundamente sobre mi vida.

A la mitad del camino, otra persona me preguntó si ya sabía qué era lo que había venido a pedirle al apóstol Santiago. En ese momento, ante esa pregunta, lo supe claramente. Lo que venía buscando era paz conmigo misma y, con respecto, a eso debo decir que creo haberla encontrado. La encontré en la quietud de los caminos gallegos, entre el silbido de los árboles de eucalipto. En las subidas bajo el sol, cuando no estaba segura de si encontraría dónde dormir; en el día de lluvia en que me empapé hasta lo más profundo. Encontré esa paz en las iglesias que visité, con sus sencillos pórticos románicos, en los desvíos, en las cuestas y en las bajadas difíciles.

En otro momento del camino alguien me preguntó si tenía miedo de no poder terminarlo, de quedarme a la mitad y darme por vencida. Debo confesar que nunca tuve ese temor, que siempre supe que lo completaría porque al final del camino me esperaban para darme un abrazo reconfortante las personas que más quiero en el mundo. Tengo la suerte de tener a mis padres llenos de energía y entusiasmo, y ellos llegaron hasta aquí para recibirme, al igual que mis hijos, que son ya tres hermosos hombres que me abrazaron y acompañaron.

A ellos se fueron sumando mis amigas y amigos más queridos que viven relativamente cerca, además de mi hermana que vino desde el Perú, y mi prima que es como una hermana. Al haber traspasado los cincuenta años tengo que agradecer tener a tanta gente maravillosa en mi vida y compartir con ella los momentos más importantes. La vida está hecha de estos momentos especiales y no puedo más que estar agradecida con los que me han acompañado a las rías de Galicia. 

Estamos frente al agua, pero no es un mar abierto. Se trata de unas entradas de mar a la tierra que se generaron cuando hace millones de años un terremoto destruyó las montañas que estaban en la costa. Así se formaron las rías, una especie de fiordos muy pequeños, porque los cerros son bajos en donde el mar va entrando. Se trata de una muestra más de cómo la destrucción puede llegar a generar un nuevo hábitat, una nueva forma de vida.

Hoy, mientras escribo esto, celebro cumplir un año más allá de los cincuenta y reflexiono sobre la importancia de renacer, de rehacer y de reconstruir. Después de estos duros años de pandemia, muchas cosas han pasado y han cambiado, en algunos casos, remeciendo lo más profundo de nuestras estructuras y yo decidí en estas circunstancias emprender un camino de aprendizaje y de autoconocimiento que fue difícil y duro, pero que me ha dado grandes satisfacciones.

El día que estaba por emprender el camino, Julia, mi hermana, me envió un poema de Constantino Cavafis. Es muy conocido y particularmente reconfortante, porque nos recuerda que lo más importante es el camino en sí, y no el destino:


Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.

Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues —¡con qué placer y alegría!—
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.


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1 comentario

  1. Nancy Goyburo

    ¡Te «envidio» Natalia! Has logrado que piense seriamente en un «viaje a Itaca» (el poema de Cavafis es lo máximo), quizá no caminando, pero llegaré allí… porque allí me encontraré. Por otro lado, mientras te leía con avidez, me di cuenta que estuviste mejor que Julia Roberts. ¡Me encantó tu columna!

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