La reina ha muerto, que viva el rey


Carlos III toma la posta en un mundo muy distinto al que nació


La muerte de una señora de 96 años, con la salud delicada desde que sufrió de Covid a inicios de año, no debería haber tomado a nadie por sorpresa y, sin embargo, la conmoción del mundo fue casi unánime desde el jueves en que empezó a difundirse que la reina Elizabeth II de Reino Unido estaba bajo observación médica en su residencia de verano en Escocia y que sus hijos y nietos habían sido llamados a su lado.

Los planes de sucesión ya estaban en pie desde su nacimiento y se han ido adaptando con los años, porque no olvidemos que la base de la monarquía está, precisamente, en mantener el principio dinástico de sucesión. Algunos han comentado que Elizabeth II no había nacido para ser reina, pero esto no es realmente cierto: desde su nacimiento fue la tercera en la línea de sucesión, ya que su tío no tenía más herederos que su padre. 

Elizabeth fue una monarca particularmente joven, pues ascendió al trono con tan solo veintiséis años. Reinó durante setenta años logrando algo que parecía increíble: mantenerse sólida e inescrutable en su rol de soberana, al mismo tiempo que era ubicua y cercana no solo en su reino y en todos los territorios donde siguió siendo la jefa de estado, sino en el mundo entero. Su cara se reprodujo en billetes y estampillas, y su retrato se multiplicó en las oficinas de gobierno, las salas de arte e incluso en las casas de muchos de sus súbditos, que celebraron o acompañaron cada uno de los eventos especiales de su familia: los jubileos, los nacimientos, las bodas y las muertes.

Nada de esto es nuevo. Las monarquías subsisten porque logran penetrar en lo más profundo de la psique de las naciones donde se asientan y se mantienen allí al convertir a las personas que las encabezan en símbolos. No olvidemos que el Reino Unido es la monarquía restaurada más antigua de Occidente. Los monarcas ocupan un espacio ceremonial estrechamente limitado por la actividad y el precedente que los parlamentarios y el protocolo mandan.

Desde que los reyes volvieron al poder en el siglo XVIII en Gran Bretaña, una parte muy importante de su rol ha sido presentar su imagen y la de su familia como símbolos, no solamente en retratos —que ahora son principalmente fotografías—, sino también con su participación en las paradas militares y ceremonias de Estado como la apertura del Parlamento, donde el soberano debe leer un discurso preparado por el primer ministro de turno. Pero la asignación más importante es mantenerse cercanos a sus súbditos, quienes deben saber lo suficiente sobre ellos para sentirlos como parte de su realidad cotidiana, pero manteniendo siempre un velo de misterio. En años recientes, nada ha sido más eficaz para lograr esto que la serie de Netflix The Crown, que nos hace creer que realmente sabemos lo que ocurre a puerta cerrada.

Elizabeth II logró habitar en las mentes y los corazones de casi todas las personas del planeta, generaba simpatía en muchas de ellas y reverencia en otras tantas. Su presencia fue una constante durante la segunda mitad del siglo XX y podríamos decir que recién con su muerte ha terminado de irse el siglo pasado. Era un símbolo, una presencia silenciosa, pero siempre familiar.

Fue testigo de cómo Gran Bretaña pasó de ser un gran imperio a un país que poco a poco ha tenido que acostumbrarse a un rol disminuido en el mundo. Elizabeth dedicó gran parte de su energía a desarrollar el “Commonwealth”, la unión de sus antiguas colonias. Comenzó reinando sobre 32 naciones, y aunque terminó con solo unas 14, estas incluyen Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Barbados ha sido la última nación en convertirse en república y es posible que Jamaica sea la próxima, porque su parlamento debe aprobar al rey Carlos III como su nuevo monarca. Antigua y Barbuda acaban de anunciar que llamaran a un referéndum en los próximos tres años para decidir si mantener al nuevo rey como jefe de estado.

Uno de los éxitos más grandes de Elizabeth II fue mantener e incluso afianzar su posición en las mentes de sus súbditos, en momentos en que el mundo parecía estar encaminado a una modernización que podría haber puesto su posición en riesgo. Esto lo logró, en gran parte, debido a su dedicación a las causas que la acercaban a su pueblo, apareciendo en hospitales, colegios, teatros, tanto para celebrar las ocasiones alegres, así como para acompañar en el dolor a quienes más sufrían, ya fuera por enfermedades o desastres naturales.

Esto fue algo que aprendió con sus padres durante la Segunda Guerra Mundial, cuando decidieron no abandonar la Londres asediada por los bombardeos de Hitler. Vistió uniforme y se entrenó como mecánica de autos para servir a su patria y fue esa actitud de servicio la que mantuvo durante todo su reinado. Tan solo un momento pareció perder su toque, cuando no reaccionó inmediatamente ante la muerte de la princesa Diana, pero al bajar la cabeza ante su féretro logró reivindicarse para algunos: siempre el simbolismo.

Hacía 70 años que el planeta no presenciaba el proceso por el cual la Corona británica se mantiene con vida, ese traspaso simbólico de un/a monarca a un sucesor, y solo resta comprobar si Carlos III tendrá el aura suficiente para lograr que esta milenaria institución siga saliendo airosa en un mundo cada vez más incrédulo ante la monarquía. 


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4 comentarios

  1. EXCELENTE ARTÍCULO VAYAN MIS MÁS SINCERAS FELICITACIONES POR ELLO

  2. Alfredo

    La monarquía británica fue restaurada en el año de 1660 con el reinado de Charles II (siglo XVII y no siglo XVIII).

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