Volver con la misma rabia


Una manifestación distinta por el 8 de marzo


Nani Pease Dreibelbis es actriz y directora de teatro, miembro de /Otro/colectivo teatro. Ha dirigido “Financiamiento desaprobado” y “Como castigo por mis pecados” de Tirso Causillas; co-escrito y actuado en “Cómo criar dinosaurios rojos”; escrito y actuado en “Juzgado de familia número 6”. Nani es además Ph.D. en Psicología por la Universidad de Columbia, NY; magíster en Estudios Cognitivos en la educación por la misma universidad y Licenciada en Antropología por la PUCP. Es profesora principal del departamento de psicología de la PUCP e investigadora y coordina el “Ser adolescente en el Perú” (del convenio entre UNICEF y la PUCP).


Este ha sido un #8M diferente. Esta vez no marché, no por la amenaza de la COVID-19, sino porque tenía el ensayo general de Juzgado de familia número 6, una creación colectiva que denuncia la situación de las mujeres ante el sistema de justicia, escrita y actuada por mí, y musicalizada y dirigida por Tirso Causillas, que presentamos en el Festival de Artes Escénicas de Lima-FAE, al cual hemos sido invitados como colectivo por primera vez. 

Todo esto se escribe muy rápido y con pocas palabras, pero contiene al mismo tiempo tanta preocupación como esperanza: volver a pisar un escenario luego de dos años de trabajo por Zoom, que el FAE continúe pese a la precarización del sector cultura que la pospandemia solo ha vuelto peor, y poder gritar en escena una historia muy personal y muy difícil de contar sobre por qué seguimos necesitando un #8M. 

Parecen todas situaciones condenadas al fracaso. Hacer teatro en el Perú sosteniendo la creencia de que esto tiene sentido pese al ninguneo del Estado, a la escasez de salas, al poco público; se parece mucho a la terquedad con la que seguimos gritando una y otra vez que las estructuras de la sociedad son las que naturalizan y perpetúan las violencias contra las mujeres y que no queremos “arreglitos”: queremos cambiarlo todo, queremos nuestra mitad del mundo.

Una de las cosas que más me ha sostenido en los dos últimos años es esa creencia: que volveremos (a escena y a tomar las calles), que seguiremos luchando y que eventualmente lo lograremos. Por diversos motivos de salud, mi familia y yo nos aislamos al extremo durante la COVID-19 y con Tirso, mi esposo y compañero de grupo, tuvimos que iniciar los ensayos de Juzgado pese a que originalmente lo habíamos pensado para la presencialidad. La obra era parte de su proyecto de tesis de grado y tenía un calendario que empezaba a correr. Yo tenía una colección de textos de décadas atrás sobre la revictimización de las mujeres al toparnos con el sistema de justicia, encarnados en la historia de una madre víctima de violencia que lucha por no perder a su hija. El tema era doloroso, difícil y provocaba dejarlo ir. Hacernos esas preguntas en medio de tantas muertes, de no pisar la universidad donde trabajo, de que nuestro hijo no fuera al colegio, parecía un despropósito. Tirso aspiraba a reflexionar sobre una manera de trabajar desde la dirección que asumiera el reto de acompañar un proceso sobre una realidad que como hombre no le era posible terminar de entender. Yo temía atribuirle a esa historia chiquita el derecho a dar cuenta de historias de violencias mucho más terribles y dolorosas. Él entendió, mucho antes que yo, que el corazón de todo era la rabia y empezó a jugar con la idea del infierno a nivel estético, alentó ensayos llenos de contrastes de luces, con sombras de pesadilla, sonidos guturales y de tuberías mezclados con guitarra eléctrica que hacían que provocara gritar y trajo a Kafka con su Ante la ley, donde un campesino intenta ingresar a la ley, la cual es resguardada por un guardián que lo deja esperando toda la vida ante una puerta cerrada, creada especialmente para excluirlo. Un sistema que lo excluye solo a él. 

En Juzgado, el campesino éramos todas. Todas estábamos en ese infierno, aturdidas por el ruido, confundidas por las sombras: Eyvi Ágreda quemada en un bus, la niña cuyo perpetrador fue liberado por un juez corrupto, la mujer filmada en un bar mientras abusaban de ella, la adolescente violada por su padre y obligada a ser madre. Todas. Viviendo bajo un sistema que nos maltrata una y otra y otra vez. ¿Cómo no estábamos gritando de la cólera todo el tiempo? A partir de esa rabia, el año pasado estrenamos Juzgado de familia número 6 por Zoom. La obra sobrepasó nuestras intenciones. Recibimos y abrazamos historias muy parecidas o muy conectadas por esa rabia y sufrimiento, conocimos a operadores de justicia, abogadxs y compañeras feministas en diversos roles que vieron en ella una suerte de activador de conversación. Conversamos con personas de lugares del Perú a los que no habíamos podido llevar nuestras obras antes. En medio de ello nos invitaron al FAE. Abrieron los teatros. Nos vacunamos. Empezamos a imaginar que podíamos volver a algo de la vida que teníamos. 

Pero esta vida a la que volvemos, en la que hay más abrazos y encuentros y escenarios, es indesligable de esa rabia. Volvemos a una edición del FAE sostenida principalmente por la fe y el cariño de quienes lo organizan, a un sector Cultura profundamente maltratado y en el que la rotación de ministros es tan frecuente que es ya ridículo; en un Perú donde todas las cifras de violencias se han disparado, donde el encierro ha evidenciado que el perpetrador de violencia está en casa, y donde los grupos antiderechos vuelven a querer eliminar la educación sexual integral con enfoque de género. Volvemos, pues, necesitando mantener esa rabia para recordarnos que no podemos cansarnos, que todavía falta hacer mucho.

Y sin embargo anoche, en La Plazuela de las Artes, se estrenó Juzgado de familia con sala casi llena, en un miércoles de teatros recién abiertos, y pudimos ver al público a los ojos –justo encima de las mascarillas– y abrazar historias que, como la nuestra, nos llenan de rabia, pero de una rabia esperanzadora, por sabernos, en ultima instancia, merecedoras de algo diferente.

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