Tupananchiskama o Hasta que nos volvamos a encontrar


Una excusa para discutir el estigma de la andinidad en el Perú


La primera película peruana producida por Netflix, Hasta que nos volvamos a encontrar, ya es número uno en Perú y en otros países. Tan grande como su acogida ha sido la ola de críticas que ha recibido. Se ha cuestionado la predictibilidad de su guion, su empeño en mostrar el catálogo turístico peruano y la calidad de sus representaciones sociales. Aunque me parezca “racialmente sospechoso” que alguien llegue a Perú, se encuentre en un episodio con tres mujeres y elija a la rubia –¿por qué el arquitecto español protagonista no podría enamorarse de una mujer afrodescendiente o de una mujer indígena?–, no clasificaré  la película como particularmente racista, al tiempo que reconozco sesgos raciales e inconscientes en su narrativa. 

El largometraje no se había estrenado todavía cuando la revista Vogue México publicó un artículo sobre la protagonista, Stephanie Cayo. De todos los adjetivos existentes para calificarla como actriz, la revista mexicana utilizó la palabra “andina”. Twitter ardió. Algunos tuits defendían a Stephanie, otros la criticaban por “apropiación cultural”. Aunque coincido en que la selección léxica de Vogue fue desatinada, el problema sobre este término no reside en la diversidad cultural peruana. Tampoco es un mero problema de discriminación y la idea de “apropiación cultural” no es aplicable. La reacción ante la clasificación de Cayo como “andina” revela que dentro del Perú, cuando oímos ese adjetivo no pensamos en alguien como ella. Entonces, ¿a quién sí nos imaginamos? 

La disonancia provocada por Vogue trasciende las características físicas. El asunto no es que, fenotípicamente, Cayo sea rubia y muy lejana de la “paisana Jacinta”, por ejemplo, un personaje que podría ser descrito como “andino” sin polémica de por medio. La disonancia surge, precisamente, porque hay una idea de “andinidad” estigmatizada, esencializada y racializada. Esta es una oportunidad para conversar sobre quiénes son consideradas “andinas” y qué implica serlo.

Hace un par de semanas, una lectora de Jugo de Caigua llamó nuestra atención sobre la historia de “Rosa”. Luego de que un familiar abusara sexualmente de ella, la adolescente de una comunidad quechua en Ayacucho quedó embarazada. Desde entonces tuvo que abandonar la escuela y vivir aislada con el estigma de ser una madre de 15 años contra su voluntad. De acuerdo a la organización Chirapaq, el embarazo adolescente es un riesgo predominante en adolescentes indígenas. Entre 2017 y 2021, el Ministerio de Salud registró en Ayacucho 8.643 partos de adolescentes entre 15 y 19 años. “Rosa” vive en la región andina del país y enfrenta situaciones específicas de desigualdad por eso. Su caso no despierta polémica en Twitter ni recibe la mitad de atención.

Mujeres, niñas y adolescentes que habitan los lugares tan maravillosamente fotografiados en la primera película peruana de Netflix, solicitan la actualización del Plan Multisectorial para la Prevención del Embarazo Adolescente 2013-2021 con su participación. Estudios previos como el de la Mesa de Concertación para la Lucha contra la Pobreza indican que las escolares que provienen de zonas rurales, las que se encuentran en situación de pobreza y las que no han tenido o han accedido menos a la educación son más vulnerables.  Por eso, el Plan necesita de ajustes como la inclusión de la variable étnica; es decir, recoger datos que muestren la diversidad de experiencias basadas en la identidad étnica y racial de las adolescentes. Hay acciones concretas que se pueden tomar al respecto y las mujeres indígenas organizadas son explícitas sobre ello. 

Si Vogue hiciera un artículo sobre la historia de “Rosa” y la llamase una “adolescente andina”, ¿causaría revuelo? No, porque su historia, lamentablemente, sí responde a las ideas que tenemos sobre la andinidad como empobrecida, aislada y lejana. Quizás lo chocante de ver a Stephanie Cayo ser nombrada “andina” es que en nuestro contexto esta categoría rara vez se usa para alabar a alguien. Todo lo contrario, se usa para discriminar, disminuir o denostar pobreza y exclusión.  

Cuando era pequeña llegaba emocionada del colegio para ver a Stephanie Cayo en Travesuras del corazón. Si bien ahora mis gustos han cambiado, su imagen aún evoca en mí la nostalgia de esos tiempos. La novela de la tarde era seguida un par de horas después por el estelar de las 8 de la noche en Canal 2: La Paisana Jacinta o El Negro Mama.  No había personajes afrodescendientes ni “andinos” en Travesuras del corazón. Quienes crecieron, como yo, viendo esos quiebres naturalizados en televisión abierta tienen razones para encontrar disonante que esos mundos se crucen. El problema es más profundo y celebro que una comedia romántica sirva como excusa para discutirlo. 

1 comentario

  1. Victor Miguel Saenz

    Hay cierta frivolidad de parte nuestra en cuanto a lo que aceptamos o no que se le ponga la etiqueta de «andino». No he visto a nadie reclamando porque a Claudio Pizarro se le llame «Bombardero de los Andes». Tal vez tenga que ver, como expones, con nuestro (limitado) entendimiento de lo que la etiqueta «andino» representa y los contextos en los que es positivo o negativo usarlo. Pienso, sin embargo, que la idea de reconocer a Cayo como andina es considerada por muchos como un error principalmente por un tema racial, pero también por la forma en la que su personaje se relaciona con su entorno, con los demás personajes. ¿Es creíble? ¿Son los demás personajes y el resultado de su interacción con ellos parte importante en sus tomas de decisiones, o tan siquiera en su día a día? ¿Tienen peso o son solo un adorno? ¿Somos los peruanos así? ¿Reconocemos esa forma de actuar suya en los avances y en la película misma como propias de la gente andina? ¿Nos identificamos con ella? Yo creo que no.
    Concuerdo contigo: es bueno que este tema se discuta.

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