Superdebilidad


Si Dios es peruano, el Diablo bien podría ser haitiano


Hacia las tres de la mañana del sábado pasado un bus que iba de El Alto a Órganos, en Piura, derrapó y, tras varias vueltas de campana, terminó al final de un abismo a la altura del kilómetro 121 de la Panamericana Norte. 25 muertos. Lo leí el domingo en la página 19 de La República. Me quedé rumiando algunas cosas, por ejemplo, que una catástrofe de ese tipo se expusiera recién tan avanzado el diario, relegada por las noticias de la represión (la víspera había sido asesinado Víctor Raúl Santisteban en el centro de Lima) y las miserias de la clase política; el número de fallecidos, que posteriormente subió a 26; el dato de los pasajeros despedidos por las ventanas, muchos de los cuales terminaron aplastados por el mismo bus; las imágenes de un horror de ese tipo en la madrugada del desierto. Una sobreviviente de 44 años que viajaba con su hija de 12 contó días después que mientras estuvo desmayada le robaron los seis mil soles que llevaba en la cartera. Entre los cadáveres había seis niños de entre ocho meses y 11 años. Sin embargo, el punto que más me llamó la atención fue que la mayoría de víctimas eran extranjeras, sobre todo haitianas.

            Días atrás, el 19 de enero, cuatro miembros de una familia fueron hallados sin vida en una vivienda en Desaguadero, Puno. Según el reporte forense murieron “por sepsis de foco pulmonar e hipoglucemia por inanición”. Es decir, de frío y hambre. Y porque las carreteras estaban bloqueadas: posiblemente sean los perdedores más inadvertidos de esta etapa de convulsión. Sin duda, los menos llorados. Posteriormente la Acnur, agencia de las Naciones Unidas dedicada a la situación de los refugiados en el mundo, aclaró que no fueron cuatro sino seis las víctimas en Desaguadero, y una más en Juli. Aunque falte precisar, tendrían entre 19 y 49 años, y les sobrevivió un niño de 12. Los siete eran haitianos. Este cuadro: negros entre aimaras; padre, madre, hijos entregándose al fin, débiles hasta para murmurar plegarias en una lengua que nadie entiende, lejos del sol, del calor, en una tierra que ni siquiera sabían que existía, tan extraña, tan distinta a todo. Solos.

            Nacer en Haití puede ser lo más parecido a padecer una maldición. La inestabilidad política y las crudelísimas guerras civiles han marcado la historia del país más pobre de América Latina. Además, exhibe una de las peores tasas de desigualdad del mundo, el 60 % de la población vive en la pobreza y el 44 % sufre inseguridad alimentaria aguda. Por si fuera poco, Haití se la pasa bajo permanente amenaza sísmica, y aquí el origen del éxodo contemporáneo: en enero de 2010 ocurrió un terremoto que acabó con 316 mil personas, dejó heridas a 350 mil, y sin hogar a más de un millón y medio (uno de cada siete haitianos, más o menos).

            A partir de ese momento decenas —y luego cientos— de miles de personas comenzaron a buscarse la vida donde cupieran, y acaso por cierta afinidad cultural y étnica, pero sobre todo porque habían comenzado a convocar mucha mano de obra barata para construir la infraestructura destinada al Mundial de 2014, partieron a Brasil. Pasados los juegos y la algarabía, vino una crisis laboral y los haitianos, aprovechando cierta apertura migratoria durante el segundo gobierno de Bachelet, se trasladaron a Chile: como se explica muy bien en un episodio del pódcast El Hilo, a los que llegaban con visa de turista les bastaba un contrato para cambiar su situación por una residencia temporal. Así se convirtieron en la tercera población inmigrante, tras los peruanos y los venezolanos. Se hablaba de más de 180 mil haitianos en un país de poco menos de 20 millones de personas. Con Piñera las cosas cambiaron. Tras unos vuelos humanitarios de retorno al infierno natal —recordemos que a la precariedad nacional se sumaron el rocambolesco asesinato del presidente Jovenel Moise, con el correspondiente desmadre político; y, tres semanas más tarde, un nuevo terremoto que dejó 137 mil edificios colapsados y muchísima mortandad— se les comenzó a exigir una documentación engorrosa en plena pandemia. Así, a la xenofobia se sumó la explotación laboral. Había llegado el momento de continuar errando.

            El Perú no suele ser su destino final. La mayoría ingresa por Madre de Dios y el Puente de Integración con Brasil, o por la frontera con Chile. Recorren el país como pueden —siendo muchas veces víctimas de coyotes o, directamente, de tratantes de personas— para alcanzar la frontera con Ecuador. Pasan a Colombia, Panamá y, a partir de ahí, algunos vuelven a la isla. Los más osados continúan su calvario por América Central con la intención de entrar a los Estados Unidos. De más está decir que muy pocos lo logran, y los que lo hacen, simplemente comienzan otro capítulo de su sufrimiento.

            ¿Cuando eran chicos no fantaseaban con tener algún superpoder? Yo quería la capacidad de volverme invisible, estar en cualquier lugar sin ser visto.

            Supongo que pocos, salvo los muy cínicos, pueden pasar por la vida sin darse con una piedra en el pecho y agradecer a quien prefieran por la suerte de haber nacido donde y cuando lo hicieron, tener un techo, tres comidas, abrigo, oportunidades de estudio y trabajo, salud, la certidumbre de que mañana no se acabará el mundo. ¿Por qué unos sí y otros no? Podríamos ensayar respuestas de todo tipo, finalmente inútiles. Lo cierto, lo concreto es que ahora mismo, no demasiado lejos, hay muchísima gente que no ha tenido nuestra buena estrella, y no sabe si mañana vivirá para contarlo. Por eso pienso que hay algo inmoral y antinatural en la desidia con la que tratamos un fenómeno como el drama haitiano. Es decir, sé que apenas nos condolemos de las penurias del prójimo, y solo en coyunturas como la actual nos acordamos de las carencias y la rabia acumulada más allá de nuestros barrios. Pero aun así estos sentimientos parecen tener límites que suelen coincidir con los del país, como si más allá de nuestras fronteras viviese otra especie, unos otros que ya verán cómo resuelven sus cuitas. 

            Encima, cuando pasan por aquí camino a quién sabe dónde, arrastrando consigo sus hijos y sus tristezas, los hacemos invisibles. Y somos todos nosotros quienes les otorgamos esa superdebilidad.

No fue Marx, sino Publio Terencio Africano quien, en una comedia de hace más de dos mil años, escribió eso de “Soy un hombre. Nada humano me es ajeno”. Sí, claro. 


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