Ricardo


Una pelea inútil contra el olvido


El sábado al mediodía estaba por bajar a la playa cuando me llegó un mensaje de Estefanía. Procuramos tratar temas de trabajo de lunes a viernes, así que, como todas las llamadas a destiempo, aquello solo podía entrañar malas noticias. Y lo eran. Con la menor cantidad posible de palabras me escribió que se había muerto Ricardo. 

            Por la ventana el día se mostraba por fin soleado mientras todo, de pronto, se volvió extraño. Los pocos veraneantes, el mar calmo de olas largas, el muelle de Cerro Azul. Incluso el bienestar del cuerpo vació su sentido. 

            Hace dieciocho años dejé mi puesto en un diario para seguir el sueño del emprendimiento propio. Tenía que encontrar una oficina y, tras demasiado tiempo encerrado bajo fluorescentes en el centro de la ciudad, lo que buscaba era un espacio cercano a mi casa, con luz y vista al mundo real. Esa tarea, como ir a la notaría, visitar un centro comercial o comprar ropa, puede resultarme tortuosa. Solo por ello fui tras el primer cartel de ‘Se alquila’ que vi en Pardo. Así, pidiendo información en la puerta, conocí a Ricardo. El edificio entonces ya tiraba para viejo, y tenía un aire tan frío y vetusto que hasta le daba onda, en la medida en que uno sea capaz de romantizar lo decadente. Alojaba decenas de oficinas de contabilidad, agencias de empleo, importadoras, distribuidoras, abogados, dentistas y otras ocupaciones más misteriosas o inquietantes. Ricardo me acompañó a ver el lugar, que resultó estrecho y mortificante por las bocinas de la avenida, pero, también, muy luminoso. Nuevamente abajo, el portero grandote y risueño me enseñó la cochera y me contó cuánto pedían por el lugar. ¿Qué fue la oficina antes?, le pregunté. Sin parar de reír ni de hablar con eufemismos, me dio a entender que había sido un lupanar que se presentaba como centro de terapias. El hombre me cayó bien enseguida. Hablaba con un acento de la sierra muy marcado, y yo no terminaba de entenderle las frases. Tenía algo de oso, de montaña. Se reía mucho, y cuando no, sonreía, con la boca, con la nariz, con los ojos. Uno de los dos ascensores estaba parado y noté que por lo menos la mitad de los inquilinos debía el mantenimiento. Alquilé, ahora estoy seguro, por él. 

            Solemos hablar bien de los muertos, lo sé, pero Ricardo era de verdad una linda persona. En los años transcurridos me mudé a otro local más amplio en el mismo edificio, el negocio pasó por momentos buenos y malos, llegaron y se fueron compañeros que hoy son mis amigos, otros se quedaron. Él también se quedó, como José, como Ramos, como la señora Celia. Los pobres pocas veces pueden salir de donde están. José y él alternaban la portería, y no podían ser más distintos: el primero es discreto, eficiente, habilidoso y serio. Y pequeño. Ricardo, ya lo dije, era grande, expansivo, confianzudo. Tenía chistes para todo. Hablaba alto. Era de esas personas que, si te veían cargando vainas, no te preguntaba, sino que te ayudaba de frente, no por su rol, sino porque le salía. Era chismoso, un poco torpe, ruidoso, buenísimo para mandar al desvío a los indeseables, y siempre te preguntaba por tus cosas con verdadero interés. Le gustaban los niños, y los niños gustaban de él. Nunca, en todos los años de tratarnos diariamente, dejé de verlo contento.

            Pero no todo era alegría para él, por supuesto. Además de aferrarse a un sueldo ya no solo bajo sino incierto gracias a quienes se hacían los locos con el mantenimiento, Ricardo sufría en silencio por su hija, que padecía un mal neurológico que acabó con ella hace tres años. Fue un golpe del que no se recuperó. Luego vino el Covid, y tanto él como José enfermaron. La pandemia, además, trajo consigo el cierre de la mayoría de los locales del edificio, con lo que ingresaba menos dinero para gastos y salarios. Pasillos silenciosos, luces apagadas, agua cortada. La pintura de las paredes se desconchaba, y si se caía un ladrillito de la fachada no había con qué reponerlo. El ascensor que fallaba terminó de morir. Todo parecía muerto. Solo José, Ricardo y la señora Celia quedaban ahí como los últimos sobrevivientes. Más bien como fantasmas.

            Hace unos tres meses Ricardo contó que tenía un dolor en el costado, pero nadie sabe ya cuánto aguantó en silencio ni cuándo le apareció el cáncer. La cosa es que, aunque me cueste creerlo, se fue del mundo el sábado pasado en una cama de Neoplásicas. Y la pena me tiene cogida la garganta desde entonces.

Ayer fui al edificio con el pretexto de una reunión, pero en realidad buscando darle un abrazo a José. No lo encontré. Lo supongo rebasado. Ni José, ni Ramos. Solo Bernardo, afuera, lavando carros, y en la entrada, la señora Celia. Conversamos un rato, estaba muy compungida. Treinta años trabajaron juntos. Treinta años de camaradería tras el servicio y las carencias.

El edificio se está repoblando. Mientras charlábamos vi entrar a varios jóvenes, inquilinos nuevos, gente que seguro no conoció o conoció poco a Ricardo Ccama Quea. Que no lamentan su partida porque no saben la hermosa persona que fue. Cuando no queden su esposa ni su hijo que le sobrevive Ricardo, mi querido Richi, se convertirá, como la mayoría, en un soldado de a pie de los infinitos ejércitos que llenan los cielos de anónimos, uno más entre los millones de hombres y mujeres que han vivido un tiempo en cada esquina de la Tierra, y luego han muerto, y siguen muriendo, de los que no supinos ni sabremos sin que nos afecte ni nos duela ni nos nada.

Estas líneas son una pelea inútil contra el olvido, pero qué más da.

2 comentarios

  1. Marco

    querido richie te conto de un dolor en el costado y le apoyaste para que se haga ver?

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