Postales navideñas


Todo cambia con los años. La Navidad también, lamentablemente


Acabo de volver a Lima y me encuentro con las fiestas navideñas menos fiestas que recuerdo. El clima está más frío que de costumbre, la gente no está tan en las calles como siempre, las decoraciones son menores que otros años. Incluso en Mesa Redonda la cantidad de compradores es menor: muchas de las personas que abarrotaban sus calles no eran clientes, sino ambulantes.

            En todo caso, me interesa darles forma a mis recuerdos de la Navidad, mi fiesta preferida. Ya no estoy tan joven y he visto algunos cambios que pueden servir de insumos para la nostalgia, para el ocio, para nada.

            1.El cambio en la dieta navideña me llama la atención. Uno de mis primeros recuerdos es cómo la precarización económica de fines de los ochenta llevó a que muchos de mis vecinos reemplazasen el pavo, aquel bien lejano, por el más modesto y cotidiano pollo a la brasa. Cabe resaltar que, para esos años, el pollo a la brasa tenía un halo de santidad: era una comida especial para ocasiones especiales pero, aún así, era más sencillo que el complicado pavo.

            2.Desde inicios de siglo empecé a ver un nuevo plato en la dieta navideña: el chifa. No lo recuerdo antes tan presente. En el Callao, donde paso las Navidades, la razón era simple: es más barato y rendidor que el pollo, y también con menos demanda que este. En lugar de hacer una larga cola detrás de otros vecinos para conseguir el ave, ibas a algún chifa (son más que las pollerías) y pedías dos menús para llevar (sus platos salen más rápido que los pollos). 

Sin darme cuenta, se volvió mi preferido en las Navidades. Ya no puedo pensar en Navidad sin chifa. Y parece que no soy el único. El 24 de diciembre pasado hice una cola de 45 minutos en la calle Capón para conseguir un patito asado. Cientos de personas buscaban lo mismo que yo: un animal distinto al pavo, pero en punto chifa, para alegrar la mesa.

            3.Cada vez veo menos muñecos de Año Viejo quemados en las pistas. En algunos distritos, simplemente no los hay. Mis recuerdos de infancia –fines de los ochenta, inicios de los noventa– incluyen siempre salir del Callao en la madrugada del 25, rumbo a mi casa en La Perla, y encontrarme las pistas como si fuesen la Guerra del Golfo. Muñecos de fuego impedían que el taxi pudiese ir en línea recta y tenía que evadirlos a cada momento. 

Debo decir que los extraño. Cuando caminaba hacia mi casa en el jirón Washington, en La Perla, iba encontrando cada vez más muñecos en los frontis de las casas. Eran artesanales: ropa vieja, cosas viejas, rostros hechos a mano. Los vecinos de mi edificio dejaban al muñeco en la escalera. Pero el tiempo fue pasando: los vecinos de mi edificio se mudaron, nadie más dejó un muñeco en la escalera, cada vez había menos en la cuadra, y en el 2003 nos mudamos a La Molina. Por supuesto, allí nadie quemaba muñecos. Ascender socialmente tiene un lado triste.

            4.Los sonidos de mi infancia navideña son dos: los cohetes y la salsa. Está marcada geográficamente: el pasaje de la cuadra 1 del jirón Cusco, en el Callao, donde la pasaba religiosamente. Los cohetones me daban miedo, pero eran el ruido de fondo obligado. La cantidad de cohetes reventados era mucho mayor al que hay ahora, y a nadie le interesaba si los perros o gatos sufrían por ellos. A nadie le interesaba siquiera si su perro o gato era feliz. Hasta la dieta era distinta: camote para el perro, tripas de pescado para el gato.

La salsa es algo que mi oído ha ido perdiendo. Había canciones clásicas que se escuchaban una y otra y otra y otra vez en el pasaje, como Aires de Navidad, de Héctor Lavoe, y Cinco pa las doce, de Gabino Pampini. Ya no las escucho tanto. A veces ni las escucho. 

            5. Soy de los que disfruta porcinamente arranchar el panetón con la mano, mirarlo en el aire, llevárselo a la boca sin escalas. De niño eso era imposible. Yo llegaba a cualquiera de las casas de mis tíos –era un pasaje y allí vivían cuatro de mis tíos: había cuatro casas para depredar– y encontraba el panetón ya en tajadas, a veces separadas entre las que tenían mantequilla y las que no, y si el año había sido difícil, el panetón no era D´Onofrio. Es cierto, crecer me ha privado de muchas de las cosas de mi infancia, pero me ha permitido poder tener mi propio panetón. Llevarlo feliz a mi cuarto. Ponerlo al lado de mi cama y arrancharlo con la mano cuando se me dé la gana, sin rendirle cuentas a nadie. Verlo enteramente deformado aún dentro de la bolsa me produce un placer infantil, desquiciado, hermoso. Eso también es la Navidad.

2 comentarios

  1. Marco Antonio Panduro Vera

    Los «fuegos artificiales» no pasaban de ser luces de bengala, sacachispas, cohetecillos, bombardas y cohetones. Quizás «ratas blancas». Ahora son espectáculos multicolores que iluminan el cielo a la manera de «gringolandia» y que buscan mostrar lo grande del bolsillo del que los compra.

  2. Milu Molleda

    comparto tu forma de comer el panetón….placer máximo!

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