Por las costas del Pacífico con Melville


Naturaleza y literatura para el ensanchamiento del alma


“Para cualquier meditativo vagabundo mágico, este sereno Pacífico, una vez observado, debe ser siempre el mar de su adopción. Hace mecerse las aguas centrales del mundo, ya que el océano Índico y el Atlántico son solo sus brazos. Las mismas olas bañan los muelles de las ciudades de California recién construidas, plantadas ayer mismo por la más reciente raza de los hombres y mojan las borrosas, pero aún esplendidas faldas de países asiáticos más viejos que Abraham; mientras que, por en medio, flotan vías lácteas de islas de coral y archipiélagos bajos, inacabables, desconocidos y japoneses impenetrables. Así este misterioso y divino Pacífico ciñe toda la mole del mundo, hace que todas las costas sean bahía suya y parece el corazón a la tierra, latiendo en mareas.

Moby Dick, pp. 843-844

Esta semana tomé un tren para salir de Vancouver, y luego alquilé un auto con el que recorrí las costas del Pacífico en el noroeste estadounidense. Dicho rincón del mundo me llamó siempre la atención, pero hasta este momento me había resultado esquivo. Con la doble excusa de estar ya por aquí y tener unos días libres, aproveché para visitar a una sobrina en Seattle y a unos amigos en Oregon.

Para acompañarme en el largo trayecto me bajé Moby Dick en versión audiolibro Alguna vez había intentado leer el tacazo de más de mil páginas, pero lo había abandonado casi instantáneamente, sin haber seguido a su famoso narrador ni siquiera a Nantucket. Entre sus detalladas descripciones y el difícil acento de Nueva Inglaterra, me había perdido poco más allá de su frase inicial, una de las más conocidas de la literatura norteamericana: “Llamadme Ishmael”.

Es extraño, porque, así como el narrador del libro se hace a la mar cada vez que siente que lo acecha la melancolía, yo me acerco a mirar el océano o busco alguna excusa para salir de viaje a su encuentro. Hace unos años, cuando visité con mis hijos New Bedford y su museo ballenero pensé una vez más que debía leer ese libro. Lo mismo me sucedió cuando los llevé a Órganos y tuvimos la suerte de ver una ballena azul. Sin embargo, el clásico de Melville se quedó sin abrir.

Al llegar a Vancouver un amigo me animó a ir al acuario a ver la ballena blanca, pero no soy buena con los animales en cautiverio. Después, una de las personas que conocí me contó que había salido por la bahía a ver estos increíbles cetáceos, y fue entonces que decidí que un audiolibro era la solución. Un par de años atrás, después de pensar por mucho tiempo que esta forma de consumir literatura era un pobre remedo de la lectura, aprendí a disfrutar las largas y difíciles novelas decimonónicas así, porque mi vida cambió y de pronto me tocó manejar más, bastante más. Me di cuenta de que se trataba de una gran forma de ‘leer’ los libros para los que nunca había tenido tiempo.

Fue así que enrumbé al cabo del Desengaño, en el estuario del río Columbia, para ver su famoso faro acompañada de la voz atronada de Ishmael. Visité varias de las islas que separan Seattle de Vancouver, y disfruté de esos increíbles parajes de la costa de Oregon aprendiendo todo sobre las ballenas, sus diferentes tipos y la importancia económica que tenían en el periodo en que desarrollo la mayoría de mis investigaciones, mediados del siglo XIX.

Cuando Herman Melville publicó Moby Dick el libro tuvo poca acogida. No fue hasta mucho más tarde, quizá unos 70 años después de su muerte, que se le comenzó a reconocer como una de las candidatas a ser La Gran Novela Americana. Dicha especie de categoría literaria se creó poco después de la publicación del libro, y sigue en disputa. Pero con su estructura ambiciosa, que nos lleva por los “cuatro mares” mientras nos introduce en la vida de los balleneros, esta historia fundacional de la literatura norteamericana es, sin duda, una de ellas.

Lima aparece por lo menos un par de veces en sus páginas: en una descripción de su clima, cuando el narrador nos habla de las cosas blancas y describe el invierno limeño con su luz lechosa; y cuando cuenta de la vez en que en un salón de la ciudad le habló a un par de vecinos, don Pedro y don Sebastián, de algo que le habían comentado, y uno de ellos se sorprendió que existieran lugares más corruptos que nuestra capital. Parece que desde entonces esa ya era una idea dominante.

Otra de las cosas que sucedió mientras montaba bicicleta en Portland es que oí a Ishmael contar con todo detalle cómo las ballenas embestían los barcos, aparentemente en venganza por haber sido atacadas, solo para venir a enterarme poco después de los asaltos de la orca Gladis en Gibraltar, sobre los que escribió Dante Trujillo el pasado viernes. De pronto las ballenas estaban en todas partes.

Es así entonces, amable lectora, amable lector, que los invito a adentrarse o volver a los clásicos. Y, si les resultan muy pesados o difíciles, piensen en la posibilidad del audiolibro. Las horas de tráfico limeño, ya sea manejando o en un micro, se desvanecerán. Si eso falla, traten de ir a ver el océano o cualquier superficie con agua, que, nos dice Ishmael, es su receta contra la melancolía. Y si nada de eso funciona, háganse a la mar, o, en cualquier caso, al camino.

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