Ningún hombre es una isla


Las campanas de Cuba también doblan por ti


Algún día de 1623 el poeta y clérigo inglés John Donne redactó una de esas reflexiones líricas que llamaba ‘meditaciones’. No es un poema estrictamente, tampoco tiene rima, pero como tal ha pasado a la historia. Lo que sigue a continuación es la adaptación de la ‘Meditación XVII’ que fue leída públicamente tras los atentados terroristas que dejaron 17 muertos en Barcelona el 2017. 

                        ¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece?

                        ¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?

                        ¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?

                        ¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?

                        Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

                        Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.

                        Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de

                        uno de tus amigos, o la tuya propia.

                        Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad;

                        por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

            Donne, el metafísico, que murió sin salir jamás de la isla de Gran Bretaña, no vivió para saber que su poema más famoso no sería un poema, ni menos sospechó la influencia que cobraría. Tres siglos después, Ernest Hemingway publicó una de sus grandes novelas, Por quién doblan las campanas, una alusión directa al texto del inglés. La historia, que se ambienta en otro suceso sangriento ocurrido en España como fue la guerra civil, ahonda en la idea de que todas las individualidades formamos un único cuerpo colectivo, que nuestra humanidad solo es tal en la medida en que la compartimos. Así, en el dolor, hermanos. 

            Ese mismo año, 1940, Hemingway, que era un hombre compulsivamente errante, compró una bella propiedad en Cuba, la legendaria Finca Vigía. Vivió ahí distintos periodos durante dos décadas, siendo el más prolongado a fines de los cincuenta. De hecho, estuvo cuando estalló la revolución de los barbudos, y llegó a tener algo parecido a una amistad con Fidel Castro. Sin embargo, tras enterarse de que el nuevo gobierno planeaba nacionalizar las propiedades y cuentas de los extranjeros, a Hemigway se le acabó el idealismo y abandonó la isla. Tras la invasión de la Bahía de Cochinos en abril del 61, la Revolución expropió la finca y la vasta biblioteca que contenía. Tres meses después el novelista se metió un escopetazo calibre 12 en su casa de Ketchum, Idaho.

            Tres años más tarde, acusado de “parasitismo social” y de “tener una visión del mundo dañina para el Estado”, la cruenta dictadura soviética condenó al poeta Iósif Aleksándrovich Brodski (nacido también en 1940) a realizar trabajos forzados en un pueblito llamado Norenskaya, cerca del Círculo Polar. Ahí picaba piedras, paleaba caca, limpiaba establos, cortaba madera y, cuando todos dormían, leía y traducía a John Donne. En 1967 publicó su bellísima ‘Elegía mayor a John Donne’, y en 1972 logró salir de ese país que era su hogar y también su cárcel. Se mudó a Nueva York, pasó a llamarse Joseph Brodsky, y ganó el Nobel de Literatura en 1987.

***

            Entre julio y agosto de 1995 viajé a La Habana para seguir un curso en la Casa de las Américas. Ese era el pretexto. En realidad, lo que buscaba eran aventuras, visitar la famosa casa de Hemingway (por quien sentía devoción) y, sobre todo, conocer el ocaso de la dictadura cubana. Para ese entonces parecía evidente que la Revolución no podía más de sí, que era cuestión de meses antes del hundimiento final del régimen. Así era yo, con toda la ingenuidad de mis 22 años recién cumplidos.

            Mi paso por Cuba fue una de las experiencias más intensamente bellas de mi juventud. Los amigos de distintas partes, el centro histórico —incluida la recalada en La Bodeguita del Medio para tomar mojitos como Papa Hem—, la finca, claro; las playas de Santa María y Varadero, las paladares donde almorzaba frijoles a diario, los atardeceres en el malecón… una noche me llevaron a bailar feeling—esa dulce y venenosa mezcla de bolero y blues— en la azotea de un hotel y, más tarde, terminamos en el departamento de una de las profesoras del curso. La anfitriona nos exigió como derecho de piso recitar algún poema a los presentes, ebrios, unos letraheridos vibrantes. Yo, de entre la bruma, hice lo que pude con ‘Masa’, de Vallejo. Y luego de mí le tocó el turno a un amigo de la profe, que se puso de pie para declamar ‘Las campanas doblan por ti’, que es como también se conoce el poema no-poema de John Donne. Tengo el recuerdo claro, físico, de lo que me provocó, casi se me resbala de la mano el vaso de Paticruzado: qué hermoso me pareció el texto, pero, sobre todo, la interpretación que hizo aquel desconocido. De inmediato lo abordé para felicitarlo, conmovido. Me contó que tenía 36 años: había nacido el mismo mes del triunfo de la Revolución. Era ingeniero químico de formación, pero —así lo dijo— de profesión bohemio. Se sentía a gusto en Cuba pero quería ser como Hemingway, un viajero del mundo, probar otros sabores, y otras aventuras, y otras noches, y otras vidas. Soñaba, por ejemplo, con conocer la tierra de Donne y perderse más al norte, más lejos, en las montañas de Escocia. Él comenzó a llamarme Vallejito, yo le decía Yondón, lo que con el tiempo pasó a ser Juan Hecho, y terminó siendo Juaneco. Al amanecer del día siguiente, cuando salimos del departamento, caminamos por El Vedado bajo la primera y más fragante lluvia que he visto jamás.

            En los 26 años transcurridos desde entonces nos hemos comunicado de todas las formas posibles, primero faxes y cartas; más adelante, cuando llegaron, correos electrónicos cuando había señal en la isla, luego mensajes de redes sociales y, algunas pocas ocasiones, llamadas telefónicas. Una vez compré en Argentina un ejemplar de un libro precioso de Juan Forn —quien se acaba de morir, una desgracia— llamado, justamente, Ningún hombre es una isla: se trata de un conjunto lindísimo y sabroso de perfiles literarios. Cuando logré mandarlo a Cuba, y de Cuba logró salir la carta que me envió, Juaneco me dijo que había llorado de alegría, que qué lindo sería ir a Buenos Aires, conocer la casa de Borges, la Biblioteca Nacional. Parafraseando a la mala a Vallejo le escribí de vuelta que ya llegará el día, compadre, ponte el alma. Pero el día no llegaría nunca.          

            En enero del 2018 hablamos un rato largo por teléfono: “Ya estoy en la edad de John Donne y ni salgo de esta isla ni se acaba este mierdero”, me dijo, entre carcajadas.

            Murió el año pasado de covid, incapaz de recibir una atención justa y de calidad en un país asolado por un gobierno corrupto y criminal disfrazado de romanticismo. Tenía ya la edad de Hemingway.

9 comentarios

  1. Jorge

    Comunismo se llama eso…una pena lo sucedido

    • Ana

      Triste?, Si mucho, pero vivió y viajo quizá mucho más q algún viajero sin cultura e imaginación.

  2. Alfredo Pinillos

    Muy bonita crónica.
    Como la ambición puede destruir los sueños de todo un pueblo por justicia. No puedo creer que alguien siga justificando a los castro y su entornillamiento al poder en Cuba.

    • VICTOR MACEDO

      Exelente crónica, como bien dices lo de Cuba es una dictadura disfrazada de romanticismo, no es comunismo.

      • Hilma Huerta

        Redoble de campanas en honor a Juaneco, quien partió de su Isla con el alma puesta. Gran crónica Dante, felicitaciones!

  3. Manuel

    Grande Dante, que buen texto… aplausos !!!

  4. Federico Alponte-Wilson

    Solo aplausos y más aplausos por su texto Dante.

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