Nadar sin saber nadar


A propósito del oficio de entrevistar escritores


Alonso Rabí do Carmo estudió Literatura en San Marcos e hizo su posgrado en University of Colorado at Boulder. Es autor de los poemarios «Concierto en el subterráneo» (1992), «Quieto vaho sobre el espejo» (1994) y «En un purísimo ramaje de vacíos». Ha publicado «Animales literarios» (2008 y 2016), una reunión de entrevistas a escritores hispanoamericanos; «Archivo de recortes» (2018), un conjunto de crónicas y artículos literarios, y «Universo MVLL» (2019), una guía de personajes y lugares importantes de la obra de Mario Vargas Llosa. Ha ejercido el periodismo por más de tres décadas. En estos días aparecerá una nueva edición de «Animales Literarios». Es profesor de Lengua y Literatura en el Programa de Estudios Generales de la Universidad de Lima.


Rosa Montero aconseja a quien quiera hacer una entrevista tener una genuina curiosidad por el personaje elegido. Lo considera fundamental. Que lo diga ella, que ha sido una de las mejores practicantes del género en nuestra lengua por al menos cuatro décadas, lo obliga a uno a poner mientes en el asunto. Curiosidad. Querer saber, desear preguntar, confrontar con elegancia, dialogar, proyectarse uno mismo en la obsesión que nace por el otro. 

Normalmente no se ve la entrevista como un género creativo. Se la ha confinado a las especies informativas, sean o no coyunturales. Y muchas veces lo más difícil para alguien que pone el acento en un texto que quiere escapar del cerco de la actualidad —y, en consecuencia, lograr un artefacto capaz de superar la caducidad— es dar a dicho texto ese viso de permanencia. ¿Cómo se logra esto?

Esa pregunta me acompaña desde el inicio de mi carrera. Cuando uno va a entrevistar a un escritor por la aparición de un nuevo libro, tiene dos caminos: o centrar el diálogo en ese libro, buscar explicaciones de su estilo, analizar a sus personajes, revelar qué aspectos pertenecen a la imaginación y cuáles no, en fin, hacer una radiografía puntual y concreta. Yo guardo para mí un punto más de ambición. 

Busco indagar en cosas personales, motivaciones no tan visibles, la manera en que se enfrenta el proceso creativo, el punto de origen de la vocación por la escritura. Para eso hay preguntas tipo, claro, que tanto se critican; pero hay una que es necesario hacerse: ¿para quién entrevista uno? ¿Para satisfacer el apetito egolátrico (bueno, un poco), o para establecer un diálogo con los lectores? Me interesa que las personas se interesen. Por eso hago lo que hago. 

El proceso no es siempre el mismo, aunque el objetivo puede serlo; es decir, construir una imagen de la persona a través de la conversación. Digo conversación y no es gratuito. Es verdad que preparo un cuestionario básico, pero muchas veces aparece el azar o se presenta la oportunidad de improvisar, y eso enriquece el diálogo, aunque se corra el riesgo de dispersión. Pero, ¿qué conversación no es dispersa? Me interesa que quien habla conserve cierta naturalidad, de modo que la edición en ese aspecto sea mínima porque, al fin y al cabo, uno es lo que dice.

Tiene una indudable ventaja entrevistar escritores o personas vinculadas profundamente a la lectura. No quiero establecer jerarquías de ningún tipo ni juzgar a nadie, pero hablar en limpio es un don. Y la mayoría de escritores que he conocido y entrevistado hablan de esa manera articulada, racional, rasgo que revela un trato familiar con las palabras y la manera de ordenarlas. Escucho las grabaciones que obran en mi archivo y rara vez me encuentro un titubeo o un silencio prolongado. Y es cosa que uno, al transcribir, agradece.

Discúlpenme la vanidad, pero al periodismo que hago me gustaría que lo llamasen literario. No porque su asunto sea un conjunto de noticias relacionadas con el mundo de la literatura, sino porque en mi práctica intento poner un celo particular en el trabajo con el lenguaje, crear una atmósfera alrededor de la persona con quien dialogo, pensar en el acabado final del texto como un artefacto. ¿Lo logré? Dejo la respuesta en boca de los lectores.

¿Hay un método, tengo un método? No lo sé. Mencioné que el inicio de todo es la curiosidad auténtica y hablé también del cuestionario básico con unas preguntas que están ahí como si se tratara de la columna vertebral de un diálogo que está por ocurrir. Tengo que mencionar ahora un atavismo familiar que me lleva a mi niñez, cuando observaba con deleite la sucesión de negritas y tipografía normal en una página del periódico del domingo, y me causaba una enorme impresión el hecho de que alguien ocupara su tiempo haciendo preguntas a otra persona por diversas razones. Yo quería estar de ese lado, preguntando.

Y debo mencionar también mis estados de ánimo. No podría trabajar, por ejemplo, haciendo una entrevista al día, no al menos una de las que pienso para las páginas de un libro. Necesito superar varias barreras como la tristeza, la procrastinación, el desánimo, la molicie, o ciertas formas de saudade y de contemplación sin propósito aparente que me paralizan. Derribadas esas murallas, elijo a mi presa y empieza la cacería. A veces no sé qué busco con total precisión y el calor del diálogo me lo revela. Otras veces tengo una idea concreta en mente y en la sucesión de voces pierde fuerza o desaparece, y surgen otras cosas. Nunca se sabe. Y el hecho de nunca saber es el mejor compañero que tengo en esta travesía.

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