Berlín, Torres Gemelas, Abimael Guzmán
Hace exactamente veinte años, al mediodía de un soleado martes de setiembre, iba camino al Archivo Nacional del Reino Unido a seguir con mi investigación doctoral. Como mi embarazo estaba bastante avanzado, entré en un pub para pasar por el baño y, mientras lo buscaba, vi por el rabillo del ojo que un avión chocaba con una de las Torres Gemelas de Nueva York. En el baño pensé lo raro que era programar una película de desastre a comienzos de semana y a esa hora en los televisores que se usan para transmitir partidos de fútbol o de rugby. Cuando salí, quedé congelada frente a la pantalla: el segundo avión se había estrellado, luego colapsaron las torres, llegaron las noticias del Pentágono y los celulares, que en esos tiempos recién eran parte de nuestras vidas, comenzaron a sonar sin parar.
Como lo acabo de describir, los que tenemos cierta edad recordamos con claridad dónde estábamos en el momento que supimos de los ataques del 9/11. Vivimos intensamente las repercusiones inmediatas: la búsqueda de sobrevivientes, las historias de quienes no lograron salir, buscamos conectarnos con amigos y familiares que podrían haber estado en peligro. Luego vivimos las consecuencias de mediano y largo plazo: la invasión a Afganistán –el mismo fin de semana en que nació mi primer hijo–, la búsqueda de los culpables, la guerra al terror, la guerra de Iraq, los ataques a Londres, a Madrid y a París. Como dijo más de un estudioso: el siglo XXI comenzó aquel 11 de setiembre.
Mi generación, demasiado joven para recordar dónde habíamos estado el 11 de setiembre de 1973 cuando los aviones bombardearon el Palacio de la Moneda en Santiago de Chile, no veía la triste y profunda conexión entre esos dos eventos sucedidos el mismo día, separados por 28 años, pero podíamos intuir que esa especia de belle époque en que transcurrió nuestra juventud –entre la caída del muro de Berlín que marcó el inicio del colapso del comunismo en Europa y la desintegración de las torres gemelas en ardientes cenizas– marcaba un antes y un después.
La historia se caracteriza por procesos de larga duración marcados por instantes que cambian el curso de lo que parecía ser un camino establecido. Los humanos registramos esos eventos traumáticos y, cuando los atestiguamos, podemos intuir los quiebres profundos que representan, aunque no sepamos realmente hacia dónde irán los cambios. Cada generación tiene sus momentos indelebles. Para mi padre, fue cuando desde el televisor de un hospital en Boston, donde se especializaba como médico, supo que Kennedy, el hijo predilecto de su ciudad adoptiva, acababa de ser abaleado.
Los medios de comunicación masivos e instantáneos que caracterizan el mundo desde inicios del siglo XX han llevado a que estos hechos, que antes se podían sentir solo en un lugar particular, se conozcan y sientan de manera muy intensa en lugares mucho más alejados. La caída de la bolsa en Wall Street en 1929, la declaratoria de la Segunda Guerra Mundial y las bombas atómicas en Nagasaki e Hiroshima marcaron la historia del planeta y el mundo entero supo de ellos gracias a la radio, casi en el instante en que sucedieron. Un momento más bien alegre, pero que marcó el mundo de manera quizás igualmente intensa, fue cuando los televisores y las radios de todas partes transmitieron en vivo la llegada del hombre a la luna.
Este tipo de acontecimientos marcan las diferencias generacionales y conforme envejecemos vamos cobrando conciencia de los cambios y los hitos que representan. Cuando comencé mi carrera de profesora universitaria –aún estudiante– mis alumnos casi contemporáneos todavía recordaban la caída del muro de Berlín. Con el paso del tiempo me di cuenta de que mis nuevos alumnos ya no tenían recuerdo alguno de ese evento: para ellos ya era historia. Lo mismo ocurrió en mis clases con la caída de las torres gemelas, hasta que también dejó de ser un punto de referencia. Hoy, mis alumnos ya no recuerdan la primavera árabe del 2012.
La actual pandemia nos ha traído los momentos más traumáticos de nuestra historia reciente y cabe preguntarse cómo recordaremos este par de años que cambiaron nuestra vida cotidiana de manera tan profunda. ¿Terminará pareciéndose a la gran pandemia anterior, la de la influenza de 1918 y 1919? ¿Decidiremos como sociedad que preferimos olvidar y no hablar de lo sucedido? Imposible saberlo. Lo que sí sabemos quienes éramos medianamente jóvenes cuando las torres cayeron, es que en esa corta década entre la caída del muro en 1989 y setiembre del 2001, soñamos que el mundo podía ser mejor.
Post scriptum
Escribí este artículo antes de nuestra reunión editorial de Jugo de Caigua y en ella me enteré de la muerte de Abimael Guzmán, el cabecilla del grupo terrorista Sendero Luminoso. Murió un día antes de que se conmemoren los 25 años de su captura por la policía nacional en la Operación Victoria. Sin duda, los años entre su captura y su muerte han marcado un periodo particular para esta misma generación que vivió los años de violencia en los que nos sumergió el hombre que se hizo llamar “Presidente Gonzalo”. Esperemos que con su partida podamos ponerle término a la larga postguerra en el Perú.
29 años de su captura.