Mientras llega el amor


Porque toda relación duradera requiere de una dosis de impaciencia


Como siguiendo un destino determinado para muchas peruanas, sus primeros días en la Tierra no resultaron fáciles. No se sabe con certeza cuándo nació, no fue deseada por nadie, sufrió abusos y maltratos y, finalmente, siendo aún muy joven, terminó abandonada en un descampado de San Martín de Porres. Estaba embarazada. Ahí fue rescatada por una muchacha que la curó y la cuidó, hizo lo mejor que pudo con ella, pero, llegado un momento, la abuela de la muchacha le dio un ultimátum, y la madre y sus hijos fueron puestos en adopción expeditiva. Encima, tras unos análisis, se descubrió que durante el tiempo de los peores agravios, Olivia se había contagiado de un virus que limita sus funciones autoinmunes. La vida seguía sin ser feliz ni grata. Entonces, una cadena de solidaridad y cariño terminaron reuniéndonos hace casi un año y medio.

            Lo nuestro empezó mal. Un día fui a ver a mis hijos, y M me recibió con Olivia en brazos, y sin darme tiempo de preguntar quién era y qué hacía ahí la puso en los míos. Fue desamor a primera vista, desde el primer contacto.

            Siempre me han gustado los animales, incluso más que ciertas personas. Me siento conectado a ellos. Y especialmente a los gatos. Los que habitan con mis hijos y su mamá son adorables. Yo quería tener uno propio que me hiciera compañía, pero la gata que conocí esa noche era lo contrario a lo que hubiera deseado: escuálida por la desnutrición, tenía un cuerpo esmirriado y chicloso envuelto en muchísimo pelo que pierde a puñados. Tricolor como solo pueden ser algunas hembras —lo que se llama calicó—, su carita parece un test de Rorschach. Además, es bizca y bigotona. Tiene las patas cortas, que es otro indicio de que hubo un persa entre sus ancestros. Lo peor de todo, sin embargo, es una actitud recelosa producto de su pasado traumático lo que, su vez, genera antipatía en otros gatos. En las casas de acogida donde estuvo antes de la mía vivían otros animales que le hacían bullyng. Además, el hecho de tener VIF, el sida de los felinos, le impide el contacto con sus congéneres. Basta un arañazo defensivo para desgraciar a su agresor. Así pues, Olivia está obligada a convivir con humanos. Como yo.

            Por todo lo expuesto no quise saber nada de ella, pero entonces M comenzó una campaña de chantaje sentimental que incluía la perspectiva del sacrificio. Es una chica tenaz y yo débil a sus cantos de sirenita, por lo que terminamos yendo a recogerla una tarde de casa de Susan, una santa patrona de los animales maltratados que, sin embargo, tampoco podía tenerla más tiempo consigo. 

            Desde entonces vivimos dos en esta casa, Olivia Margarita y yo.

            No ha sido una relación idílica. No hablamos mucho, casi no nos tocamos. Eso sí, me encargo de que siempre tenga comida y agua frescas, y le limpio el arenero varias veces por semana. Ha subido un poco de peso. No está acostumbrada al afecto, por lo que araña o muerde si se le acaricia más de unos segundos. No hace ninguna gracia. Practica, más bien, un ronroneo ferrocarrilero que conforta. Duerme tres cuartos de día y deja bolas de pelo que la aspiradora automática se cansa de recoger, por lo que al menos una decena de veces cada tarde debo levantar motas blanquecinas y llevarlas al basurero. En ocasiones nos quedamos mirándonos por ratos largos, y parece que me quiere decir algo. Pasa la noche cerca de mí. Disfruta instalarse en el antepecho de la ventana y se pasa horas, como una señora solitaria, viendo una calle más amable que la de sus recuerdos. Mi hija me pregunta siempre si ya la quiero, y mi respuesta es la misma: no tanto, hago lo que puedo, el amor no es algo que pueda imponerse. Es posible tratarlo, pero no obligarse a ello. Pero le recuerdo que, por lo menos, cumplo con mis obligaciones de padre putativo. Por ejemplo, todas las mañanas, siguiendo mi manía por las rutinas, me siento en un lugar de la sala y, premunido de un guante especial y otro de cocina para evitar los arañones, me dispongo a quitarle el pelo sobrante. Como también se le dan las tradiciones cotidianas, ella viene de inmediato a mi encuentro y, por un par de minutos, parece contenta.

            Pero ayer no llegó.

            Palmoteé, silbé, sacudí el frasco de comida, y nada. Olivia no estaba. No sé si decidió aventurarse en la noche saltando de una ventana a otra o si aprovechó el instante que me tomó sacar la basura, pero la cosa es que había desparecido. Bajé a la cochera, di vueltas por la calle, miré, busqué por un par de horas. Alerté al portero, avisé a mis hijos y a mi pareja (todos ellos tienen una relación mucho más afectuosa con el animal), y tuve que volver a mi departamento a planear la estrategia a seguir, que incluía carteles y expediciones nocturnas. Entonces, como un mazazo, me llegó la culpa. De no quererla tanto, de no aceptarla con su rareza y su hosquedad, de no esforzarme más. Pensé que, como los hijos y algunos viejos amigos, uno realmente no escoge, sino que la vida te los pone y tu deber es aceptarlos y darles amor sin esperar nada a cambio, más allá de su propia existencia. Ni los animales ni las personas están hechos a la medida de uno, sino que es uno el que debe aceptarlos y entregarse, y ese amor y esa aceptación, de alguna manera, terminan volviendo a ti. Comenzaba ya a figurarme su reencuentro con los peligros callejeros y las agresiones. Me di cuenta de estaba tristísimo, por ella y por mí, mientras me prometía que, si regresaba enterita, me esforzaría más en el sentimiento.

            Entonces Elviro, el portero, me tocó el timbre para decirme que había aparecido en la cochera. Estuvo escondida debajo de un auto, y con los ladridos de un perro del edificio saltó hasta encaramarse sobre unos materiales de construcción. Se había orinado de miedo frente al perro más bueno de la cuadra. Gruñó y arañó un poco, pero finalmente se dejó cargar, y volvimos a nuestra casa. Estaba sucia y tembleque, pero completa.

            Nos quedamos un rato juntos, ella en mis piernas repletas de sus pelos, yo acariciándole el lomo. Me parece que estuvo tranquila un poco más de lo normal antes de empezar con las mordidas y los zarpazos. 

            Pinche gata rara, no me queda más que honrar mis promesas.


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1 comentario

  1. ANDREA

    ME QUEDO CON LA PINCHE GATA! 🙂 ME SACO UNA LÁGRIMA AL LEER ESTE ARTÍCULO.
    SALUDOS!

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