Lavar platos y confesar violaciones


Una reflexión sobre pequeñas y enormes impunidades 


Una amiga me contó hace un tiempo que cuando era joven viajó a Europa a completar su educación. No recuerdo la ciudad, solo creo recordar lo que imaginé: un piso compartido con unas compañeras germánicas, una cocina blanca, ventanas dobles que las protegían del frío. Mi amiga cuenta que se repartían los gastos y que cada una se hacía responsable de sus desórdenes; que, por ejemplo, a la hora en que cada una se servía la cena, cada quien se encargaba de lavar sus trastos.

Mi amiga aceptó, obviamente. No era nada del otro mundo.

Una noche llegó cansada, comió algo y dejó los utensilios en el lavadero prometiéndose lavarlos a la primera hora del día siguiente. Pero no llegó a hacerlo. Por la mañana, bien temprano, un hada mágica se había encargado de ellos. Un hada que, imagino, lo hizo con reprobación.

Noches después, mi amiga volvió a dejar sus trastos en el lavadero jurándose a sí misma que se encargaría de ellos temprano. Me queda claro que no lo hizo a tiempo, porque de lo contrario no estaría contando esta historia, pues no pasó mucho para que sus compañeras la sentaran y le explicaran que así no eran las cosas.

A veces, cuando en mi cocina me topo con los utensilios de mis hijas ­­—no ocurre siempre, pero ocurre—, las ubico algo simplificadamente en el mismo círculo de mi amiga, es decir, dentro del conjunto de personas criadas en la cúspide de una gran urbe latinoamericana que siempre han tenido una ayuda doméstica desde que nacieron. Jamás diría que mi amiga o que mis hijas son maleducadas o que son unas engreídas: creo profundamente que cada vez que se han dicho “mañana lavaré este plato”, han tenido la intención de cumplir. Sin embargo, también creo que en el fondo, muy adentro de su mentalidad, anida una antiquísima y bien enraizada noción que dicta que, tal como ocurrió durante su infancia, siempre habrá alguien que terminará encargándose por ellas, cosa que, finalmente, ocurre: en el caso de mi amiga en Europa, cuando alguna de sus compañeras de piso aceptó hacerlo un par de veces antes de encararla, y en el de mis hijas, cuando su padre maniático se levanta muy temprano y no puede aguantar ver su cocina con algo fuera de lugar. 

La semana pasada, un video perturbador que se difundió por las redes me hizo recordar este asunto de los platos. Sé que son hechos muy opuestos con respecto a sus consecuencias y que la relación que los une en mi cabeza es exagerada, pero me voy a arriesgar. En el video, un tipo de 24 años llamado Sebastián Palacín Newell, hijo del presidente de una entidad pública peruana, narra con el desparpajo de quien ha cometido una travesura una violación que él y un amigo le infligieron a dos chicas intoxicadas de alcohol. Lo hace con pelos y señales, entre muecas y sonrisitas, con esa parsimonia chiclosa con la que hablan muchos jóvenes de clase acomodada del Perú. Varios se preguntaron cómo alguien podía ser tan estúpido como para confesar un crimen así, públicamente. Pero tanto como de estupidez, se trata de un caso de normalización, por supuesto. La violencia contra la mujer es una lacra que atraviesa todos los estratos sociales y un abuso sexual como el descrito podría ser igual de celebrado por una panda de pitucos molineros como por otra de varones marginales. Lo que más impacta aquí, me parece, es el desparpajo del sujeto, que en una sociedad como la peruana se relaciona con la secular impunidad de la clase alta. El joven imbécil Palacín parece vivir en un entorno cerrado en el que hacer lo que confesó no levanta ninguna crítica, donde solo se relacionaría con hombres y mujeres que no rascan la superficie en la que parecen vivir, lo cual es escandaloso: ¿no debería ese entorno tener la educación más panorámica de la sociedad? 
Me doy cuenta de que he descrito a Palacín como un imbécil no por casualidad: si nos atenemos a la etimología más popular del término –sin báculo o bastón–, es decir, a la carencia del apoyo, la sabiduría y la sensatez que da la experiencia, se podría decir que lo cerrado de su círculo tóxico, sin ventanas al sufrimiento de los otros por vivir en un Olimpo de comodidades, podría ayudar a explicar la barbarie que habita en su cerebro. En ese reino privilegiado, donde los padres y amigos bien conectados pueden sacarte de un apuro, al machismo se une la impunidad como una constante: reyezuelos y princesitas que, desde mucho antes que Vallejo describiera al Humberto Grieve de Paco Yunque, tienen en la mente una vocecita que siempre les ha dicho que otros van a pagar por ellos. 

Así como a mi amiga y a mis hijas, algunas veces, otra vocecita les dice que alguien más les lavará los platos. 

Comentarios

Aún no hay comentarios. ¿Por qué no comienzas el debate?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Volver arriba