Los monstruos no existen 


Pensar así a los violadores solo refuerza que sigamos viendo “la punta del iceberg”


Ximena Benavides Reverditto es docente e investigadora en el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Yale y la Universidad de Dalhousie en Canadá. Es abogada por la Pontificia Universidad Católica del Perú, y máster y doctora en Derecho por Yale Law School. Su investigación sobre el acceso a la salud y la gobernanza sostenible de sistemas y organizaciones de salud centradas en el principio de equidad y la ética está informada por una visión crítica y multidisciplinaria desde el derecho, las políticas públicas y la economía política. 


Llevo viviendo cinco años fuera del Perú y aún no me acostumbro a vivir sin el estado de alerta que inocula ser mujer y criarse en mi país. Entre el caso del “monstruo de Chiclayo” y el reciente artículo de Patricia del Río que pasa revista a los casos de violencia sexual de este año, mi recuerdo de vivir siendo mujer en el Perú ha estado muy vigente los últimos meses. Lloramos, nos indignamos, protestamos, nos agotamos y, eventualmente, olvidamos, hasta que las redes sociales nos vuelven a mostrar la punta del iceberg, pero sin un estímulo suficiente para reflexionar sobre el hielo que se oculta debajo y del que, parece, nadie quiere ocuparse. 

Sobre el “monstruo de Chiclayo”, el diario más vendido del país ha dicho que “se mostraba en redes sociales como un hombre respetable de ‘saco y corbata’ y además aparentaba ser un padre de familia con una vida tranquila”. Ante esto, yo me permito aclarar a viva voz que los monstruos no existen: en un país donde una de cada cinco niñas es violentada sexualmente, y donde se reportan a diario 16 denuncias de violaciones sexuales a niñas y adolescentes, la violencia a la mujer no es una anécdota aislada. El equivalente a la ministra de la Mujer de Argentina ha señalado bien que los violadores no son bestias ni animales, sino varones socializados en una matriz cultural que les enseña a disponer de las mujeres. Y es que la violación sexual “se relaciona con la imposición de patrones socioculturales hegemónicos del modelo patriarcal, en el que mujeres y otras personas somos objeto de dominación y desigualdades estructurales e históricas”. Como dice Natalia Volosin, nos cuesta la idea de que “nuestros” hombres sean violadores, pero eso no hace menos cierto que la sociedad los educa para disponer de las mujeres. Y es obvio que no todos los criados en esta sociedad son violadores, ni que las violaciones a niños no existan o no importen, pero cuando la data es escalofriante en niñas y mujeres, entonces se vuelve una emergencia. Todos pueden ser violadores. De hecho, bastante más que la mayoría de los casos de abuso sexual contra niñas y adolescentes es cometido por un familiar o alguien del entorno familiar (lo mismo que el feminicidio), pero el Congreso parece que no se enteró y ha delegado en la familia el rol de educador sexual. Parece una tragicomedia que la familia que puede ser victimaria se encargue de educar a la posible víctima. 

Por décadas se ha intentado cuidar a las mujeres llamándonos “población vulnerable”, pero la data evidencia que este enfoque de protección poco ha “nivelado la cancha”. Son más las mujeres que los hombres que no pueden concluir secundaria; 1 de 3 mujeres no recibe ingresos por su trabajo mientras que en el caso de los hombres es 1 de 10; la brecha salarial entre mujeres y hombres es del 20 % luego de la pandemia; las labores de cuidado no remuneradas son representativamente encargadas a las mujeres, y los beneficios laborales constituyen, al menos, el 60 % de las razones por las que las mujeres son discriminadas en el trabajo. ¿De qué sirven las políticas de protección en papel si en la práctica no valemos lo mismo?

¿Qué hacemos?, tal es la pregunta recurrente. De la autocrítica y reconocimiento social del problema, debemos pasar a la acción. En la última semana, el Ejecutivo y la prensa brillaron al amplificar nuestro enraizado machismo en el manejo del caso de Gabriela Sevilla. No usar de forma constructiva posiciones de poder es irresponsable, pero usarlas para expandir y cimentar lo que está podrido, es aberrante. Y la sociedad es cómplice. Lo es cuando sugiere que debemos tener vergüenza por habernos creído el caso de Gabriela, aunque el país registre más de 7.000 mujeres desaparecidas en este año, y también lo es cuando con su bolsillo avala burlas que vimos hasta en anuncios de pollerías en lugar de, por ejemplo, también visibilizar los graves problemas de salud mental del país. No sorprende, pues, que el 60 % de la población adulta aún tolere o normalice la violencia contra la mujer.Efectivamente, aún estamos en la etapa de reconocimiento. Seguimos mirando solo “la punta del iceberg”. Toca hacer bulla, informar, visibilizar, generar conciencia hasta que sentirnos seguras en nuestro país sea la regla. En este camino, las organizaciones civiles están haciendo una gran labor en redes, pero necesitan de nuestra comprometida amplificación.  Aunque los mayores avances han venido con reformas legislativas, en paralelo a que maduren nuestras instituciones es recomendable gestar cambios a nivel ecosistema. Existen también excelentes iniciativas de empleadores, por ejemplo, que implementan programas contra el acoso sexual laboral y callejero diseñados desde la empatía. Básicamente, la idea es empoderar a las mujeres que trabajan en mi empresa, que estudian en mi universidad, que van a mi banco, que compran en mi mercado. Poner atención en estos ecosistemas ofrece la oportunidad de reaprender a convivir en ambientes de igualdad real y con tolerancia cero a la violencia, creando ciudadanos embajadores y efectos multiplicadores y sostenibles. Ocupémonos de desarticular esa matriz cultural de la disposición. Los monstruos no existen. Existen, más bien, gobernantes, legisladores, cortes, prensa y una sociedad que se empeñan en normalizar y avalar una cultura monstruosa. 
Los superhéroes que podrían salvarnos tampoco existen. Haz bulla. Ocúpate.


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