La política de lo racial y lo racial de la política


Lo que el discurso presidencial nos dice sobre el racismo


Es la primera vez que leo el discurso de Fiestas Patrias de un presidente de la república.  

Crecí sin que me interesara la política. Como adolescente ya percibía al ámbito político con cinismo, gracias a la corrupción y el elitismo: era un asunto reservado para unos pocos y el chance de corromperse al entrar a él era alto. No recuerdo a alguien enseñándome esto explícitamente, de las conversaciones con personas de mi edad, recuerdo que eran premisas ampliamente aceptadas. Hoy, esas personas y yo compartimos percepciones sobre nuestro nuevo presidente y discutimos el futuro político.

Podemos atribuir este nuevo interés a la celebración del Bicentenario o a la polarización reciente. Puede ser también una cuestión de edad: nacimos a inicios de los noventa y ahora compartimos la treintena. Recordamos los diarios chicha y la televisión basura en su pico. En noviembre del año pasado se difundió mucho la etiqueta “generación del Bicentenario”. ¿Se trata de nosotras y nosotros? ¿O de la generación más joven, y representada por Inti Sotelo y Brian Pintado? Aunque la división por generaciones contribuye a entender los cambios en retrospectiva, mi historia personal con la política tiene un detalle adicional. 

Es cierto que en la adolescencia la “política” me generaba apatía. Irónicamente, a los doce años inicié también mis acciones colectivas. Junto a otros jóvenes —la mayoría sobre los veinte años—, compartimos la meta de sumar esfuerzos contra el racismo y la discriminación racial en nuestra sociedad. Comenzamos formándonos en identidad, historia y liderazgo de la mano de mujeres y hombres experimentados en el activismo y la academia. A partir de eso, nuestras acciones huían de la política tradicional para enfocarse en los aspectos de visibilización y revalorización de nuestras comunidades. Con el tiempo aprendí que esas eran también acciones políticas. Creo que a lo que temíamos entonces era a la política partidaria, o aquella que tiene como propósito conseguir puestos por elección popular. 

La reciente campaña electoral nos ha mostrado que ese es un espacio al cual aún es válido temerle. La pregunta debería ser hasta cuándo. Elegir y ser elegidos son dos derechos en el corazón del sistema democrático. 

Junto al miedo y cinismo generalizados, he sentido una profunda desesperanza sobre las posibilidades de trabajar desde la política un problema tan político como el racismo. Pero esto es algo que ha cambiado drásticamente este año. Si hay un resultado relativamente positivo de la polarización es haber dejado al descubierto cuán política es la división racial en el país. Luego de muchos años tratando al racismo como un problema meramente social —cuandose aceptaba su existencia—, ahora su nexo es innegable.

Cuando el nuevo presidente Pedro Castillo mencionó a los afroperuanos en su discurso minutos después de ser proclamado oficialmente electo, percibí lo más cercano a la inclusión y visibilización en el discurso oficial que recuerdo. No es que antes no se nos haya mencionado, pero por primera vez íbamos de primeros en la fila, mencionados en el día cero de la transición. Acudí a leer su primer discurso presidencial con escepticismo de ver si también estaríamos incluidos esta vez. Y así fue. 

Ahora, esta mención no es suficiente, ni es todo. Sin embargo, junto a los siglos de invisibilidad, es significativa. Incluso, es esperanzador oír en un 28 de Julio sobre las castas y diferencias instauradas en el virreinato y que persisten hasta hoy. El problema del Perú no solo es un problema de ricos y pobres, sino también de la racialización de la pobreza. Reconocer explícitamente la existencia de un régimen racial nos acerca al compromiso político de erradicar el problema. ¿Cuál será el siguiente paso? 

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