Historia de un papelito


De cómo buscando los acuerdos mínimos podemos seguir construyendo democracia


Como imagino que les pasa a ustedes, mi WhatsApp está lleno de grupos de chat. Hace unos días, en uno de los grupos de trabajo, un compañero reportó que en un evento sobre políticas públicas alguien le había preguntado por qué era importante pensar en la autonomía de la mujer como objetivo, si la mujer debería estar sometida a la decisión de la familia. En ese instante, mi súbita indignación se vio interrumpida por las arengas de la congregación inicial de la que sería la Marcha Multitudinaria por la Vida y la Familia con la que me acababa de cruzar en el parque Castilla.

No pienso utilizar este texto para explicar las razones por las que quienes empezaban a marchar en ese parque “están mal”, porque demonizar los intereses y motivaciones de un grupo de personas que piensan distinto a mí no es constructivo o justo. En una sociedad democrática, hablar con quienes piensan diferente no nos obliga a validar sus puntos de vista: se trata de abrir un canal de intercambio, con reglas mínimas para que todas las partes puedan opinar y debatir, con la esperanza de encontrar algunos puntos en común a partir de los cuales sea posible tender puentes. Entonces, antes que invalidar sus puntos de agenda o sus formas, me interesa concentrarme en examinar sus principales ideas y discursos para identificar puntos de coincidencia para, a partir de ellos, seguir construyendo. 

Uno de los volantes repartidos en la marcha decía que se marchaba por “el derecho a la vida, el respeto a la familia, la libertad religiosa, la libertad de educar a los hijos, la libertad de expresión y por una sociedad sin ideología de género”. El contexto era el rechazo a lo que denominaban “la agenda progresista” de la OEA, que justo sesionaba por esos días en Lima. Más aún, la persona que me alcanzó el papelito lo ratificó al afirmar que “la OEA quiere destruir a la familia” mientras me lo extendía. Entonces, pensé en Gabriel y en Ross, y en cómo ellos, además de ser mis grandes amigos, también son una familia. También pensé en Gaby y en Caro, y lo mismo: son una familia. Me pareció que ellos y ellas merecen el mismo respeto y la misma protección que recibe la familia de Inés y Walter, porque al final del día, ¿quién soy yo —o usted—para decirle a las dos primeras parejas que NO son una familia? 

La Constitución peruana no define qué es una familia, ni dictamina cómo debería estar compuesta. Más bien, consagra el derecho a la igualdad y reconoce la jerarquía constitucional de los tratados de derechos humanos, cuyos órganos han afirmado que, sobre la base del cuidado mutuo, todas y todos podemos formar el tipo de familia que responda a nuestros afectos y motivaciones. Más aún, la Constitución peruana enuncia la protección de las familias como un valor, sea cual fuere su composición; y según el artículo 4, el Estado y la sociedad se encuentran obligados a protegerla.

En efecto, las familias en el país sí requieren de una protección urgente: basta mirar las alarmantes cifras de violencia cometida contra las mujeres, niñas, niños y adolescentes en el entorno familiar; las cifras de violencia sexual, perpetrada en su mayoría estadística por parientes y personas cercanas; la preferencia por la educación de los niños varones en contextos de limitados recursos; la explotación de las mujeres que realizan tareas de cuidado; la instalación consciente de un chip de ignorancia en los niños y niñas sobre su propio cuerpo y su salud —presente y futura— mediante la negación de la educación sobre su salud sexual, y otros. Efectivamente, la familia está en peligro.  Todos y todas tendríamos que salir a marchar por ella, cualquiera sea su constitución. 

Siguiendo con la vida, que era otra idea preciada y mencionada en el volante, entiendo que defenderla también debería incluir el amparo de personas como KL y como LC, niñas que en su momento necesitaron la atención del Estado porque sus embarazos —en el caso de LC producto de una violación sexual— ponían en riesgo la continuación de sus vidas. Defender la vida también incluiría la protección de las mujeres trans, cuya expectativa de vida hoy es de 35 años, en un país donde la esperanza media es de 76.5 años. Y también proteger la vida digna de las mujeres que han soportado distintos tipos de violencia y explotación económica, producto del trabajo no remunerado. Y también la de las niñas, niños, adolescentes y personas adultas mayores que soportan el abandono de sus propias familias y del Estado; y las vidas de las personas en situación de discapacidad, y la de las personas indígenas que habitan zonas de conflictos armados y socioambientales. 

Estos son apenas los dos primeros puntos de atención que reclamaba esta marcha y a lo mejor exploraremos los otros en mi siguiente artículo. Pero me parece que, efectivamente, en estos estaríamos medianamente de acuerdo: debemos proteger a la familia y tenemos que buscar asegurar el derecho a la vida: las vidas de todos y todas, y la protección de todas las familias.


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1 comentario

  1. Victor Macedo Barrera

    De acuerdo con usted, en que la familia cualquiera fuese su confirmación tiene y debe estar protegida, pero que hacemos si existe un grupo, no se que tan representativo sea, que pide que no se metan con su familia e hijos, pero esa minoría quiere imponernos sus modelos de familia y sus creencias.

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