Flor en el cine 


Sobre la desigualdad que no queremos ver entre nuestras paredes 


Flor viene trabajando casi la mitad de su vida en la casa de mi novia.
Llegó a Lima en los años ochenta, a los veintiún años, y ya entonces tenía una hija sin un esposo con quien criarla. Hoy tiene tres hijas, se ha separado de dos maridos, y es abuela de seis nietos.
Se da por entendido que sus ojos han visto casi de todo y quizá de ahí provino el asombro de mi novia hace un par de meses. 
–Me acabo de enterar de que Flor nunca ha ido al cine.
Recibí esta novedad en silencio, cavilando estupefacto las razones. 
–Vamos a invitarla –le respondí a Carol–. Que pase esta ola del virus. 
Flor nació en Pacasmayo en los años sesenta. La imagino tostada por el sol norteño, paseando sobre el muelle astillado cuando no tiene que ayudar a su familia, su risa estallando como las olas cuando escucha una picardía. Antes de venir a Lima probó suerte en Cajamarca, siguiendo al padre de su primera hija. Cuando llegó con ella a la capital, vivió un tiempo en la zona de talleres de La Victoria, hasta que alguien le avisó que podía ocupar un terreno en un cerro arenoso de Villa María del Triunfo. Mientras se pone a hervir agua me cuenta que fue durísimo aplanarlo, le tocaron unas rocas con las que sus vecinos no tuvieron que lidiar. No llegaba el agua y mucho menos había desagüe. Curiosamente, más de dos décadas después, hoy sí existe el drenaje, pero el agua potable sigue sin llegar: un camión cisterna trepa por un camino y le llena un reservorio a ella y a sus vecinos. La sedimentan, la filtran y, finalmente, la hierven. Sobra decir que esa agua resulta más cara que la que llega a la casa donde hoy la observo cocinar. Igual, Flor ríe cuando lo cuenta, tal vez porque antes era peor. Hoy al menos existe asfalto a quinientos metros de su casa, cerro abajo, y ahora puede acceder a él por escaleras. También me dice que cuando se mudó allá, su casa constituía el último límite de la ciudad; hoy, en cambio, está a la mitad de una quebrada que ha seguido poblándose hacia el este. Escuchar aquella epopeya es imaginar piernas batalladoras, rodillas invencibles, un relato que transforma en ejemplo lo que en verdad debería ser un escándalo, y es como si Flor hubiera leído mis pensamientos, porque al recordar a sus vecinos que eran algo mayores que ella al llegar a aquel cerro, me comenta con tristeza que con la vejez se han quedado aislados. Es muy difícil trasladarlos para que den un paseo y es imposible que una ambulancia llegue a esas alturas en caso de una emergencia. 
–Florita, vamos al cine –le dije la semana pasada–. ¡Al toque, después del almuerzo!
Su cara mostró una alegría cautelosa. Ahora que lo pienso, no calculé su pudor.
Elegimos una película francesa, apta para toda la familia, en la que unos hermanos adolescentes cerca de París deciden regresar a un leoncito a su hogar en África. Flor es amorosa con los animales y coincidimos que podía sentirse más a gusto con esa aventura que con la más reciente de Batman. Mientras mi novia, mi cuñada, Flor y yo recorríamos el cerámico centro comercial, recordé que mi primera película en el cine también estaba protagonizada por unos animales. Se llamaba La familia elefante, un drama indio en blanco y negro al que asistí con mi salón del nido. 
Yo tenía cinco años. Flor tiene once veces mi edad de entonces.
Ahora que lo pienso, ¿no son once las generaciones que se necesitan en Colombia para que una familia salga de la pobreza, y no irá por ahí el Perú? 
Mientras compramos la canchita y las bebidas en el desolado vestíbulo, comento en voz alta que quizá luego nos podamos tomar un café y unos pasteles, eso que en mi casa se conocía como lonche. Flor duda. El hecho de que Carol no secunde mi idea indica que parece entenderla. Recién ahora, mientras lo escribo, caigo más en cuenta. Flor se levanta en la oscuridad para bajar de su cerro a primera hora, pisar por fin el asfalto, enfrentarse a trasbordos caóticos y así llegar a tiempo al trabajo. Volver a su casa toma otra especie de odisea y es preferible enfrentarla temprano. Sus fines de semana tampoco conocen el sosiego: los sábados son los días de lavar y de ocuparse de su propia casa; y los domingos, que es cuando quizá podría haber fantaseado con la posibilidad de conocer un cine como este, los dedica a hacer las compras de la semana, cocinar y, por fin, tumbarse exhausta a descansar un poco. 
Yo la miro de reojo mientras entramos a esta sala grande y en penumbra. La enorme pantalla ilumina su rostro mientras trata de entenderse con la silla reclinable. Luego de un rato, su perfil se relaja. Se enternece, incluso. El leoncito es adorable, los paisajes son curiosos, los franceses conocen su oficio.
Quisiera hacerle una transfusión de las mil películas que he visto desde niño en el cine así como ella me donaría su sangre si la necesitara; viajar en el tiempo y cerrar algo el ángulo abierto de la bifurcación que nos ha separado; inocularle a nuestros gobernantes y a los negacionistas de nuestra desigualdad tan solo un día de su vida, pero sé que es imposible; solo me queda el inútil consuelo de su mente muy lejos de aquí, fuera de esta realidad violenta, igualada con la mía al menos mientras dura una ficción.

15 comentarios

  1. Paul Naiza

    Ohhh, un relato encantador, y también caigo en cuenta en esto :»Quisiera hacerle una transfusión de las mil películas que he visto desde niño en el cine así como ella me donaría su sangre si la necesitara» ; y hace poco termine de ver el «El callejón de las almas perdidas» que quizas mañana se lleve muchas estatuillas desde mi humilde punto de vista.

    • Gustavo Rodríguez

      Por millones, lamentablemente.
      Abrazos.

    • Pilar mujics

      Que triste realidad, y no veo posibilidades de cambio. Casi lloro al leerla.

  2. Gustavo Rodríguez

    Paul, gracias por la buena onda de siempre. Es por lectores como tú que no nos detenemos.
    Un abrazo grande.

  3. Muchas gracias, Gustavo. Una lectura corta pero muy rica en detalles. Emotiva, lnda, me encantó. Felicitaciones

    • Gustavo Rodríguez

      Muchas gracias a ti, Olga.
      Cariños.

  4. Rodolfo Bravo

    Otro excelente relato que deja de manifiesto esa sensibilidad tan tuya y esa mirada curiosa del mundo que nos rodea..tengo que invitar al cine a la chica de la casa !

    • Gustavo Rodríguez

      Gracias por leernos, Rodolfo.
      Un abrazo.

  5. Siempre encantandonos con tus relatos, un abrazo mi querido amigo Gustavo, y siempre tenla presente a esa noble mujer, que como ella, miles más sueñan día a día con un futuro más equitativo.

  6. Lucia

    La historia de Flor, la historia de muchos peruanos y peruanas… la empatía de aquellos para quienes trabaja, no es tan común como debería… «la familia elefante» una peli para llorar y llorar y llorar… fue en el cine Lux? fue en el cine Odeón? recuerdo lo triste que me sentí, pero ni yo ni mi mamá recordamos el cine de La Victoria en que lo vimos…

    • Gustavo Rodríguez

      Muchas gracias, Lucía.
      Cariños.

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