Escuchado a mis espaldas


Una historia a un kilómetro por hora 


Los primeros pájaros cantan cuando me sumo al final de la cola: la última vez que estuve un domingo a esta hora en la calle era porque volvía borracho a casa, no porque había salido sobrio de ella.

Vengo preparado. De mi mochila saco el último libro de mi querida Katya Adaui y me alisto para aprovechar las farolas que penden a cada tramo. Antes de quitar el marcador echo una ojeada a través de la alambrada: tras el pasto, al otro extremo de la pista atlética, decenas de personas esperan sentadas bajo luces potentes. Parecen pollos en un galpón avícola, pero anhelo ya ser uno de ellos. Paciencia. 

Ahora sí, me pongo a leer de pie. Nadie más lo hace. En el papel, una madre que ofende a su hijo por ser homosexual me empieza a sacar de quicio, pero a la voz narrativa se le añade otra a mis espaldas.
–Si tienes calor, anda a a bañarte.
–No, hoy me toca harta chamba.
Volteo. El hombre nota que lo estoy mirando y, algo avergonzado, se coloca la mascarilla como debe ser. Pero su cháchara no se interrumpe, al contrario, agarra más brío. La mujer con quien conversa también parece tener su teléfono en altavoz: sus palabras se alejan y se acercan mientras trajina quién sabe dónde. Se me ocurre sacar los audífonos de mi mochila y entregárselos al hombre. Pero cambio de opinión. Más que ser condescendiente, me preocupa que su cerumen se mezcle con el mío. Aguantaré. Una llamada de larga distancia no puede durar mucho y, además, se me ocurre que tratar de adivinar con qué lugar está hablando puede ayudarme a sobrellevar la espera. 
La cola avanza algo. 
¿En qué lugar del Perú hace calor? Quizá la mujer le habla desde la selva.
Pero no, aún no amanece. Es imposible que la doña se encuentre en este hemisferio.
–Qué bien ­–le dice el hombre al rato–, luego vas a aprovechar la playita.
–Bueno fuera.
Los pájaros ya trinan fuerte en los árboles y me entretengo observando los edificios alrededor del estadio. Quiero ver si alguna ventana se ilumina, si a algún madrugador se le ocurre observar esta procesión desde su atalaya. 
A estas alturas, el diálogo a mis espaldas ya se ha fundido con la brisa. Vuelvo a hundirme en el libro: por cada tramo que mis ojos recorren, mis pies avanzan otro. Esta sección de lombriz humana ahora tuerce a un pasaje donde se exhiben fotos de vecinos ilustres, desde Martín Adán hasta Ricky Tosso. De pronto, la mujer. Desde el otro lado del mundo. 
–¡Estate con tu hijo, Ordinola! 
–Ya, ya…
–¡Recógelo y para con él!
–Ese loco… la última vez solo vino a chupar. 
–Tienes que estar con él.
–Ya, ya…
El cielo va acercándose al plomo. Al final del pasaje, en la avenida principal, ya circulan algunos vehículos. 

La mujer no se contenta.
–Va a ir por diez días y si le descuentas la ida y la vuelta, no lo vas a ver ni una semana.
–Pensé que se quedaba más tiempo.
–Por eso te digo. 
–Ya, ya… esa semana no voy a trabajar, entonces. 
Desde aquí la alambrada me permite observar mejor el vacunatorio. Un enfermero traslada una carretilla con cajas de tecnopor. Vuelvo a mi lectura. 
–¿Qué estás cocinando? 
La mujer parece darse cuenta del cambio de tema y le responde de mala gana. 
–¿Te acuerdas cuando fuimos de paseo a ese pueblo? –concilia al rato mi compañero de cola.
–A Perugia.
Por los silencios, presiento que la conversación está cerca de terminar. 
–¡Estate con tu hijo, Ordinola!
Y por fin cuelgan. Han sido 45 minutos. 
El silencio es un bálsamo y yo puedo seguir con mi lectura. 
Cuando llegamos a la entrada, el cielo ya es una sábana percudida. Un panadero se acerca a ofrecer pasteles. Solo me quedan pocas páginas por leer cuando los voluntarios nos entregan los formularios que debemos llenar. No he traido lapicero.
El hombre de la llamada saca el suyo.
–Tenga –le ofrezco mi libro.
Él rechaza el soporte y rellena su papel sobre los altibajos de su mano.

Una vez que entramos al vacunatorio, le toca sentarse detrás de mí. Me alcanza su lapicero. La misma voluntaria que recoge mi formulario le indica que ha llenado mal el suyo. Le alcanza otro. Al rato, la misma voluntaria le hace notar que ha firmado la seccion de desestimiento y que tiene que llenarlo por tercera vez. 

–¿Sabes qué? –ruega–. Llénamelo tú, que estoy nervioso.
Abro mi libro. Solo me queda otro cuento por terminar.

7 comentarios

  1. Paul Naiza

    Muy buen relato, me quedó con esto… «la última vez que estuve un domingo a esta hora en la calle era porque volvía borracho a casa, no porque había salido sobrio de ella». La pregunta alcanzarán las vacunas?

    • Gustavo Rodríguez

      Gracias, Paul.
      Hasta ahora, parece que sí.

  2. Federico Alponte-Wilson

    La literatura es un bálsamo para superar el estrés ocasionado por la política de nuestro país. Esta semana de bicentenario me superó, tuve que recurrir a un buen pisco!

    • Gustavo Rodríguez

      Así es Federico, siempre será un refugio. Y a veces, un puerto para volver a partir.

  3. Lucho Amaya

    Uno. En mi primera dosis también tuve que auxiliar al de mi costado en llenar su formulario.
    Dos. Apuesto doble contra sencillo que los que eligieron la madrugada, en los vacunatones, fueron, más, los dudosos en vacunarse… ¿Habrá sido su caso?
    Tres… no se me ocurre otro punto… A, sí… FELICITACIONES por la vacuna (y por el libro de Adaui).

  4. Hugo

    Primera vez que logro entrar a Jugó de caigua y disfruté tu relato Gustavo. Fresca humanidad. Un abrazo.

  5. Maritza

    Gustavo, tu prosa, incluso aquella casual y casi involuntaria, me viene espléndida para iniciar una mañana en la cual me resisto a empezar una jornada más de trabajar documentos sosos. No sabes lo agradecida que estoy.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Volver arriba