Algunas claves para repensar la inclusión en el país
Una de las falacias a la que nos enfrentamos cuando abogamos por la inclusión de un grupo social particular, o uno en situación de vulnerabilidad, es la idea de que siempre hay algo, un tema o un grupo más urgente que atender. Esto es un problema porque el círculo va más o menos así: “Claro, la población LGTBIQ+ la pasa mal, pero mira los altos índices de violencia contra las mujeres. Ese es el problema que tenemos que atender”. Pero entonces, cuando se quieren discutir estrategias para erradicar estas violencias, se responde con un: “Claro, pero mira el problema de la inseguridad ciudadana”. Y así, lo urgente va sustituyendo a lo importante. Y donde todo es urgente, nada lo es.
Detrás de esta mirada subyace la idea de que el Estado debe regular o atender primero a “la mayoría” y después fijarse en las particularidades. Mirar a la población “en general” y luego concentrarse en los grupos. Una especie de política del “chorreo” económico aplicado a la protección de los derechos de las personas.
Sin embargo, esta no es la única forma de hacer las cosas: el “siempre lo hemos hecho así” no es necesariamente la mejor estrategia en el contexto de la administración pública.
Sea o no usted un gestor de políticas, siempre es posible hacer un ejercicio de imaginación. Pensemos en el modelo que tenemos hoy: un “gobernar para todos.” Es muy probable, si asumimos este modelo, que pensemos en generar un esquema de protección con base en un sujeto “neutral”. Un peruano “típico”. Pero esta mirada trae varios problemas. Le ayudo a identificar algunos. En nuestro imaginario, este peruano típico suele ser un varón, una persona mestiza –o blanco-mestiza– que habla español, que vive en la ciudad, que probablemente es propietario, es heterosexual, no tiene necesidades de salud especializadas, además de no tener algún tipo de discapacidad. En ese sentido, para que las normas protejan o amparen a las personas que no se alinean con este sujeto neutral –porque viven en áreas rurales, porque no hablan español, porque tienen alguna discapacidad, entre otros– tenemos que adecuar las normas o ajustarlas. Con esto seguimos afirmando la idea de que hay unos y luego hay los otros para los cuales hay que hacer “concesiones” o excepciones. Es decir, la noción de pensar en “la mayoría” –aunque esta sea una categoría artificial– y recién luego en las minorías.
Una segunda opción, que me parece más adecuada si queremos apostar por un servicio público realmente enfocado en la ciudadanía, es empezar por los más vulnerables. Diseñar las normas de protección de derechos pensando no en un sujeto neutral, sino en el grupo con mayor vulnerabilidad en el país o en las situaciones que causan una mayor vulnerabilidad concurrente en las personas, y hacer normas que protejan a estas personas o grupos. La idea es que si empezamos por proteger a las personas que requieren un nivel “más alto” de protección, todas las demás que requieren un nivel “más bajo” de protección estarían cubiertas.
Podemos ilustrar esta postura pensando en la discapacidad.
La narrativa que ha acompañado a la discapacidad en el mundo y en nuestro país ha ido variando a través de los años. En un momento de nuestra historia se pensaba que la discapacidad era un castigo divino. Luego, que el Estado tenía un rol rehabilitador y que las discapacidades debían curarse. Hoy se sabe que la discapacidad, más que una característica condenatoria, está concentrada en las barreras del entorno. Todas las personas tenemos una forma distinta de navegar el mundo y muchas veces es el entorno –adaptado a un único modelo de interacción humana– el que limita a quienes son funcionalmente diversos y les incapacita de operar de manera autónoma.
Las personas en situación de discapacidad son ciudadanos con agencia y autonomía, libres para ejercer sus derechos. Es verdad que muchas de ellas requiere de apoyo, pero esto no debe confundirse con que todas lo requieran, lo necesiten o que se les deba imponer, aun si esta imposición es de “buena voluntad”.
Lo cierto es que, colectivamente, no sabemos lo suficiente sobre la discapacidad, sus formas, sus niveles, las diferencias entre las mismas, el nivel de apoyo diferenciado que requieren las personas, las formas de adecuar espacios, y las características de accesibilidad requerida para las personas con limitaciones de movilidad permanente versus las que requieren las personas de baja visión o con ceguera –que son dos formas diferentes de discapacidad visual–, así como las adecuaciones necesarias para otros tipos de discapacidad.
Regresemos, entonces, al punto inicial. El día de hoy, nuestras normas, políticas, instituciones e infraestructura toman a la discapacidad como si fuera la excepción. Todo el sistema rota con base en un sujeto con capacidades físicas, auditivas y sensoriales funcionando al 100%, donde las personas en situación de discapacidad –aun si esta fuera leve– son tratadas como un problema. La alternativa es que la discapacidad sea entendida como la regla. Según el último Censo, el 10.3% de peruanos tiene algún tipo de discapacidad. La consecuencia sería apostar por la estrategia de la accesibilidad universal. En esta nueva realidad, los múltiples servicios del Estado contarían con interpretación de lenguaje de señas, contarían con personal disponible para el acompañamiento de personas con algún tipo de discapacidad visual –si lo necesitaran–, se permitiría la plena inclusión de los niños en situación de discapacidad en las instituciones de Educación Básica Regular, porque habría personal que les asista, las calles no tendrían huecos y las veredas no tendrían escalones, árboles o postes aleatoriamente colocados en medio de las mismas; es decir, serían navegables para todas las personas. Todos los edificios tendrían rampas de acceso, ascensores y baños amplios, así como indicaciones claras en lenguaje de señas, braille, y recursos auditivos de señalización.
Ciertamente, este tipo de infraestructura favorecería a las personas en situación de discapacidad, en sus diversos procesos y niveles de autonomía, pero también beneficiaría a las personas adultas mayores y a los niños, a las mujeres embarazadas, a quienes llevan carga, y a las personas con alguna limitación de salud temporal. Mientras tanto, eliminaría muchas de las barreras que la sociedad coloca frente a las personas en situación de discapacidad y que limitan su posibilidad de autonomía plena y que, en el camino, refuerzan la idea de su dependencia. Y ninguno de estos cambios estructurales le vendrían mal o afectarían de manera negativa a las personas que no tienen algún tipo de discapacidad, o “la mayoría”, como les llamamos hoy.
Pensar desde “el otro lado” no es tan difícil. Solo toca imaginar una nueva posibilidad donde el sujeto “neutral” –más aún si este se parece a nosotros– no es el centro de todo.
Hace dos domingos un familiar fue al Sabogal a reponer una de las cuotas de sangre que una amiga suya, hospitalizada allí, tenía que reponer… No fue atendido porque era domingo y no había personal para «ese trámite», vuelva mañana le dijeron… Mi familiar gastó pasajes y dinero y su amiga, sus familiares, debían pagar un día más de hospitalización.
Todo eso se pudo haber evitado… ¿Es el Estado el responsable?… O lo es la idiosincrasia burocrática, que responde a la de nuestra sociedad?
Saludos
Hace dos domingos un familiar fue al Sabogal a reponer una de las cuotas de sangre que una amiga suya, hospitalizada allí, tenía que reponer… No fue atendido porque era domingo y no había personal para «ese trámite», vuelva mañana le dijeron… Mi familiar gastó tiempo y dinero y su amiga, sus familiares, debían pagar un día más de hospitalización.
Todo eso se pudo haber evitado… ¿Es el Estado el responsable?… O lo es la idiosincrasia burocrática, que responde a la de nuestra sociedad?
Saludos