El problema de las élites: otra visión patafísica


¿Y si en vez de buscar una reforma política y de partidos, solo buscamos un inca?

Alejandro Neyra es escritor y diplomático peruano. Ha sido director de la Biblioteca Nacional, ministro de Cultura, y ha desempeñado funciones diplomáticas ante Naciones Unidas en Ginebra y la Embajada del Perú en Chile. Es autor de los libros Peruanos IlustresPeruvians do it better, Peruanas Ilustres, Historia (o)culta del Perú, Biblioteca Peruana, Peruanos de ficción, Traiciones Peruanas, entre otros. Ha ganado el Premio Copé de Novela 2019 con Mi monstruo sagrado y es autor de la celebrada y premiada saga de novelas CIA Perú.


Al analizar mejor el problema de los partidos (o la no solución al problema), resulta que existe uno quizás más profundo, que es el de la participación de las élites en el sistema político.

El sistema de partidos y la democracia misma se fundan normalmente en el deseo de nuevas élites (burguesas en los últimos siglos) de participar en el reparto del poder y de las riquezas que este asegura. Las revoluciones y las rupturas en los órdenes sociales (nuevo orden, viejo orden, etc.) ocurren cuando existe un grupo suficientemente poderoso como para presionar por una nueva conformación de las fuerzas políticas. Piensen en la revolución francesa, rusa o mexicana, y en el choque y sacadas de chispas entre clases en cada una de ellas, hasta que se llegó a conformar un nuevo orden.

No es este un ensayo político, de modo que no pensamos explicar de qué forma se subvierte este orden (además, la idea no es aquí dar armas a quienes pretendan hacer revoluciones). Lo cierto es que, como ha quedado demostrado en los últimos parlamentos, los partidos políticos representan casi siempre a élites informales y a intereses corruptos (cada vez más minúsculos). 

Desde siempre, nuestras élites han encontrado difícil amoldarse a un régimen republicano en donde el poder se comparta (léase cualquier libro de los ilustres Mc Evoy o Vergara al respecto). Quizás, entonces, lo que haya que hacer es encontrar un régimen satisfactorio a un orden no poscolonial (que nunca ha variado en demasía, vivimos un eterno retorno en nuestra historia), sino a uno precolonial que ponga, esta vez sí, el caballo antes que la carreta.

Si uno piensa en los albores de nuestra independencia, San Martín y su adú Monteagudo entendieron bien estos deseos subyacentes a la sociedad limeña y propusieron sostener una monarquía, implantar una orden como la del Sol que sostuviera emocionalmente a nuestra aristocracia y, poco a poco, ir librando batallas por nuevos derechos para esclavos, indios y mujeres. Bien visto, de haberse seguido esa línea,  habríamos  nombrado un príncipe y quizás conseguido algunos avances antes de que nos enfrascáramos en inútiles peleas entre caudillos hambrientos de poder. 

Quizás habría que pensar que si, como plantearon algunos intelectuales, nos la hemos pasado “buscando un inca”, lo más oportuno sería implantar un régimen autoritario que recupere las maravillosas (y ficticias) historias de nuestro pasado prehispánico con un reino de perfecta armonía social, como imaginó el francés Louis Baudin y luego parodió el escritor francés Laurent Binet en su notable “Civilizaciones”, novela que permitió a los incas conquistar Europa (en esa ficción moderna). 

Este no estaría lejos de los sistemas adoptados por civilizaciones milenarias como la china, egipcia o iraní. Tal vez en los designios de nuestro señor de Sipán y la dama de Cao, o más recientemente entre los señores guerreros incas, podamos encontrar el germen para explicar cómo una élite dominante puede sostener el control de un territorio complejo, diverso y cada vez más caótico. 

El problema, o mejor dicho la solución patafísica, estaría entonces en elegir sin mayores parámetros democráticos o elecciones —que cuestan y cuyos resultados ya conocemos—una real “panaca”, que no es lo mismo que una panaca real. Ya existen familias de poder —no político— por supuesto. Entonces, quizás, una repartición del país en curacazgos regionales al mando de poderosos caudillos locales (señores y damas, curacas o caciques, los nombres sí deben ser, o al menos parecer peruanos) sería la mejor forma de recuperar un pasado que nos enorgullece, acomodar a una élite (descentralizada y regionalista, además de paritaria, como exigen los cánones de la corrección política) y, sobre todo, adoptar una forma de representación que ayude a las élites a sentirse a gusto con el proyecto nacional que nunca hemos logrado realizar. 

Élite o muerte, venceremos (o, mejor dicho, vencerán).

2 comentarios

  1. Marco Antonio

    ¿Y bajo qué mecanismo una nueva panaca entraría a este «consejo de panacas»? ¿Se ampliaría su número o se permitiría una «guerra civilizada» en que la panaca victoriosa ingrese a este consejo?

  2. Alfredo G

    Interesante utopía, o distopia tal vez. La legislación actual permite esa balcanización política que tanto daño viene causando en este siglo.

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