El héroe improbable


Frank Watkinson y la conmoción del arte verdadero


Hace una semana, a santo de nada salvo el placer de compartir algo bello con quienes se aprecia, Hugo Ñopo puso un video en el grupo de WhatsApp que tenemos los jugueros. Se trataba de una versión del clásico ‘Friday I’m In Love’ de The Cure, tocada por un señor mayor —anteojos gruesos, camisa limpia cruzada por tirantes, guitarra de palo— desde lo que parecía ser la sala de su casa. Si se viese sin volumen, el clip resultaría intrascendente. Pero basta oír unos acordes, la primera estrofa, el abrir su voz para darnos cuenta de que estamos ante algo extraordinario, una apropiación procesada y devuelta al mundo como una cosa nueva, profundamente hermosa, sentida y conmovedora.       

            El intérprete del cover se llama Frank Watkinson, un jubilado inglés de 67 años, músico aficionado desde joven que hoy, con más tiempo disponible, graba y sube constantemente a la red sus interpretaciones de temas de los Beatles, o Johnny Cash, o Coldplay, o Daniel Johnston, o Pearl Jam —además de algunos propios— mientras su mujer sale a trabajar. Desde hace un par de años lo hace con regularidad, sin ninguna ambición aparente. Hace siete meses, sin embargo, su discreción se vio remecida cuando colgó su insospechadamente delicada versión de ‘Snuff’, de Slipknot, y fue vista 1,8 millones de veces. Hoy siguen su canal 321 mil personas de todo el mundo, que quizá sea poco si se compara con lo que arrastran las estrellas refulgentes —o muertas: la luz tarda en llegar a la Tierra— de las redes sociales, pero qué más da, a quién le importa eso, para qué sirve. 

            Lo que sirve e importa es lo que hace Frank Watkinson con su voz, su guitarra y su corazón. Lo que provoca en quien lo escucha.

*

Hace muchos años me pasó esto: cansado de caminar me senté a descansar en unas escaleras del museo de Louvre, al lado de lo que supuse era una columna más. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que las personas que pasaban por ahí se mostraban admiradas por alguna pieza que tenía encima de mi cabeza. Me levanté, torcí el cuello y sucedió un milagro. Recuerdo claramente la experiencia, aún se me eriza la piel: estaba parado frente a ‘La Victoria de Samotracia’, la hermosa y enigmática escultura de Niké que, hasta ese instante, suponía del tamaño de un brazo. Y la pieza, con la base, supera los cinco metros y medio. Casi me voy para atrás. Me quedé estupefacto, transido de emoción, como si un rayo blanco a la vez frío y caliente me atravesara el cuerpo completo. A todo el mundo le ha pasado alguna vez, se trata de una forma de epifanía. En situaciones extremas se llama síndrome de Stendhal (aumento del ritmo cardiaco, temblores y palpitaciones provocadas por la exposición de la belleza extrema). Yo llamo a eso “la conmoción”, y no es exclusivo de las cosas “bellas” en el sentido más prosaico de la palabra, ni ocurre solo con la creación humana. También me pasa con la naturaleza.

            Sucede que soy un perseguidor de la conmoción. La busco en lo que leo, en lo que miro, en lo que oigo, en menor medida en lo que como. Quiero decir que con los años me vuelvo más selectivo; que descarto lo que me parecen imposturas, efectismos, trucos. No siempre es fácil, a veces te enteras tarde de que te están haciendo pasar gato por liebre. Para ello es útil, como aconsejaba Hemingway, tener un detector de mierda incorporado. Busco el nervio, el arte que toque carne, que sacuda.

            Que diga la verdad.

            A veces lo olvidamos, pero es importante la verdad. 

            Y más en tiempos como los que vivimos. 

*

Una de las pocas cosas buenas que nos deja la pandemia es la posibilidad, gracias a la tecnología, de conocer nuevos caminos a la conmoción. El arte verdadero es un puente, un artificio radicalmente humano que nace de uno que necesita expresarlo, y llega a otro, que requiere recibirlo (aunque no lo sepa). Es conexión pura, intraducible, inefable. Revela cosas. Abre ventanas. Acompaña. Sana.

            Sin embargo, los artistas peruanos la han pasado mal durante el año transcurrido. Aunque se les ha prestado más o menos atención a ciertos grupos de creadores —sea porque supieron adaptarse a la situación buscando darle la vuelta, porque recibieron apoyos económicos, porque sus propuestas resultaron atractivas para un gran público—, lo cierto es que, los de este lado del puente, nos hemos dejado ganar muchas veces por el facilismo flojón, o por un sentido de la tradición desfasado; o paramos de buscar nuevas experiencias o producciones que nos sacaran de la caja. Desatendimos lo que generaban a nuestro alrededor sujetos que sienten el agobio y la incertidumbre como nosotros, pero que son capaces de sublimarlo en piezas creativas. Y, encima, cuando decidimos echarle un ojo, nos acostumbramos al toque a disfrutar del trabajo ajeno sin pagar a cambio. Reclamamos si debemos abonar por la entrada de un concierto virtual, por una obra de teatro; esto por no hablar de las artes visuales, que asumimos gratuitas. Hasta hoy la prensa no ha tenido, tampoco, una participación muy extendida reportando las transformaciones o los problemas y las nuevas agendas que se han dado en nuestro medio. La mayoría de los artistas sostienen su obra —porque tienen que seguir produciendo, porque no hacerlo significaría su fin— a punta de empleos en otra cosa, ahorros, cachuelos. ¿O alguien cree que un músico puede vivir de las reproducciones en Spotify? Por cierto, Frank Watkinson tiene una cuenta en Paypal donde todo aquel que sienta gratitud por lo que hace podría demostrárselo.

            Dicho sea de paso: en medio del barullo ¿algún candidato sentirá aunque sea un poquito de preocupación por este asunto? ¿Habrá alguno que conozca y procure la conmoción en su vida?

*

Me he pasado la semana viendo y oyendo a Watkinson, renovando siempre la impresión y el desconcierto: resulta tan profundo y original, tan sentido. Tan sincero en su melancolía artística (personalmente parece ser un hombre de sobrio buen humor). Hay algo en su trabajo, más allá de la música misma, que enternece a quien lo ve y oye. Ha contado que esas docenas, quizá cientos de versiones tan bonitas que hace de temas populares son producto de su poca destreza con la guitarra y lo limitada de su voz: como no puede imitarlas, transforma esas canciones con lo que tiene y puede, dice. Se resta mérito, por supuesto. Será que tiene el encanto y la dignidad de los peleadores de causas perdidas, de los que mueren de pie. Todo esto me recordó algo que dijo Roberto Bolaño en una entrevista: “La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”.

            Watkinson termina de interpretar solito cada canción frente a su computadora, detiene la cámara y la sube a las redes porque, intuye, hay alguien que espera la conmoción al otro lado del puente.

12 comentarios

  1. Samuel Tomás Adrianzén

    Gracias, por su nota y por el consejo, voy a comenzar escuchar a Frank Watkinson.

    • Dante

      Te lo recomiendo mucho; además, interpreta muchísimas canciones de diverso género, así que hay para todos los gustos. Por ejemplo, su versión de ‘Hallelujah’ de Leonard Cohen es maravilla. Saludos!

  2. Pilar

    Pero qué bonito lo que cuentas del personaje y de la conmoción!

  3. Gonzalo Quiajndria

    Un artículo bien escrito genera conmoción como la describes, sin duda. En mí lo lograste hoy. Gracias!

      • Gustavo Arista

        Hace poco escuche «this is my last song» de Frank Watkinson. Estaba sacando algunas bolsas mientras lo escuchaba y me quede absorto. completamente conmovido. Me duele fisicamente escucharlo cantar por la melancolía que transmite, pero el mundo la existencia y la vida se sienten terriblemente bellos cuando lo hace. Maravilloso artista.

        • Dante

          Maravilloso, de acuerdo. Y tiene un punto más de sorpresa en tanto que no te lo esperas, tan sensible y sincero.

  4. Russela

    que tristeza haber estado ahí y no ver a «La Victoria de Samotracia». El encanto de un buen relato. Gracias

    • Dante

      Pero sí la vi! O te refieres a ti? Fue tremendo. Me ha pasado varias veces en distintos museos, pero también durante conciertos o leyendo. Es una búsqueda constante. Gracias por leerme.

  5. María

    Perseguir la conmoción, me encanta! Y también la posibilidad de descubrirla y sentirla en las cosas sencillas, cotidianas, cercanas.
    Lo que dices de l@s trabajador@s del arte y la cultura es cierto, nos conmueven de múltiples maneras y esperamos que eso sea gratis? O que sea barato? Tiene por eso más valor, y un precio que debe y merece ser pagado para que sigan conmoviéndonos.

    • Dante

      Un punto que dejé de lado es que a los niños, a los jóvenes, se les puede invitar a la búsqueda permanente de esa conmoción, como ocurre con la curiosidad: es como un músculo que se puede entrenar. Saludos!

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