El eterno debate sobre la muerte


Nuevamente perdemos el tiempo discutiendo sobre la pena capital


El año 2019 publiqué un libro sobre mi experiencia como congresista en el parlamento disuelto y los temas que en él se discutieron. Uno de ellos fue el de la pena de muerte. Ahí hago un recuento sobre este debate permanente en la política peruana, recordando que desde el 2001 hasta el 2019 fueron diecisiete los proyectos de ley presentados para ampliar y hacer efectiva la utilización de esta figura. En el Congreso del periodo 2001-2006 hubo tres iniciativas legales sobre el tema; en el del 2006-2011, siete; en el del 2011-2016, dos; en el Congreso 2016-2019, cinco. En el libro, culmino ese recuento señalando: “Casi que se puede predecir que en los siguientes congresos este tema volverá a estar presente”. Dicho y hecho: en el Congreso complementario del 2020 fueron cinco proyectos más; y ahora, en el 2022, nuevamente vuelve a aparecer esta propuesta.

Los argumentos en contra de la pena de muerte ya son conocidos. Se han dicho y repetido hasta la saciedad en entrevistas, artículos, libros e hilos de Twitter. Sintetizo y actualizo aquí los cuatro principales, tomando como punto de partida este artículo que escribí en El Comercio hace años.

Primero, la pena de muerte no es disuasiva. De acuerdo a la American Civil Liberties Union (ACLU), los estados que tienen este tipo de castigo no tienen tasas de criminalidad o de asesinatos más bajas que los estados sin dichas leyes. Y los estados que han abolido la pena capital no muestran cambios significativos en las tasas de criminalidad o de homicidio. En Japón, por ejemplo, un estudio del 2017 analiza las estadísticas mensuales de homicidios para examinar si la pena de muerte en Japón disuade el homicidio o el robo seguido de homicidio. Utilizando modelos de autoregresión vectorial, el estudio concluye que ni las sentencias de muerte ni las ejecuciones disuaden estos delitos graves (Muramatsu, Johnson, Yano, 2017). 

Segundo, queremos darle licencia para matar a instituciones en las que no confiamos. Resulta paradójico que se quiera dar una atribución tan crítica como la de decidir sobre la vida y la muerte al Poder Judicial y el Ministerio Público, que cuentan con una baja aprobación ciudadana. No es poco común escuchar historias de terror sobre abusos judiciales, procesos interminables o grandes injusticias. Entonces, ¿cómo así nos sentimos tan cómodos de permitir que sea nuestro sistema de justicia el que tome una acción irreversible como esta? 

De acuerdo a la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas “la pena de muerte discrimina de forma sistemática y desproporcionada a los pobres y a las personas más marginadas, y a menudo da lugar a nuevas violaciones de los derechos humanos». Con nuestros serios problemas de acceso a la justicia, nosotros no seríamos la excepción. Incluso en países con instituciones más sólidas, como Estados Unidos, la posibilidad de sentenciar a inocentes es una realidad. De acuerdo al Death Penalty Information Center, desde 1973, más de 185 sentencias de muerte han sido anuladas luego de haberse demostrado la inocencia de los condenados. Es decir, casi 4 personas al año, desde 1973, estuvieron a punto de perder la vida en Estados Unidos por crímenes que no cometieron.

Tercero, es jurídicamente inviable. Como se ha señalado hasta el hartazgo, el Perú ratificó en 1978 la Convención Americana sobre Derechos Humanos, la cual prohíbe expresamente que los países extiendan la pena de muerte a delitos que no estuvieran contemplados previamente en su legislación interna. Asimismo, impide restablecerla en aquellos supuestos para los que se elimine con posterioridad. Recordemos que la Constitución de 1979, posterior a la fecha de ratificación de la convención, recogió la aplicación de la pena de muerte solo para casos de traición a la patria en caso de guerra exterior. 

Denunciar la Convención y retirarnos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos le quitaría a los ciudadanos de a pie un espacio para buscar justicia cuando esta no se consigue en nuestro Poder Judicial. Retirarnos de la Corte nos colocaría junto a países autoritarios como Venezuela (que hizo lo mismo durante la dictadura chavista), y afectaría a jubilados que no pueden acceder a una pensión digna, a personas LGBT+ que no ven reconocidos sus derechos, a periodistas que son víctimas de acoso judicial, por mencionar solo algunos ejemplos.

Cuarto, se afectaría el liderazgo peruano en espacios multilaterales. Existe en el mundo una marcada tendencia abolicionista: más de cien países han dejado de aplicarla en los últimos sesenta años. De restituir la pena de muerte en contra de sus obligaciones internacionales, el Perú iría en contra de dicha tendencia, lo cual afectaría nuestro prestigio internacional. Recordemos que el Perú tiene como política de Estado desde hace varios gobiernos hacer los mayores esfuerzos para poder entrar a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), y de los casi cuarenta países miembros, solamente uno tiene la medida vigente, Estados Unidos. Seríamos el único de esos países en reimplantarla pese a los compromisos internacionales asumidos.

En el libro señalaba que la presentación de proyectos de ley sobre este asunto podía encontrar su explicación en cualquiera de estos tres motivos: una ignorancia alarmante respecto a temas jurídicos, la intención expresa de engañar a la ciudadanía sabiendo que este es un tema tremendamente popular, o la intención de que el proyecto sirva como “Caballo de Troya” para salirnos del Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos. Cualquiera de estos tres motivos resulta inaceptable. 

También resulta inadmisible que se quiera revivir el debate sobre la castración química. Esta medida tampoco es disuasiva, tiene un alto costo, es un procedimiento médico que debe repetirse a lo largo del tiempo, a quienes se aplique ya se encontrarán privados de su libertad, y no evitará otras formas de abusos sexuales.

La violación de menores de edad es un delito abominable. El Estado debe debatir e implementar políticas públicas basadas en evidencia que prevenga que este delito suceda y que lo castigue con eficacia cuando ocurra. Desde la academia y la sociedad civil existen propuestas concretas para enfrentar esta problemática, como las que propone la profesora Beatriz Ramírez en este hilo de Twitter, las cuales requieren un trabajo serio y riguroso para su implementación. 

Proteger a los más vulnerables es lo mínimo que debemos exigirle al Estado. Pero a través de medidas realistas que logren sus objetivos, no con propuestas populistas, vacías y peligrosas.

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