El enigma de la discriminación


El cine nos muestra el alto precio que las sociedades pagan debido a la intolerancia


Una de las cosas que más me gustan de los servicios de streaming —como Netflix, Mubi o HBO Max— es que me permiten corregir omisiones imperdonables: películas notables que, por desconocimiento o flojera, no vi en el cine en su momento. Este fin de semana fue el turno de The Imitation Game, traducida al español como El Código Enigma.

La película, protagonizada por Benedict Cumberbatch y dirigida por el noruego Morten Tyldum, se centra en la vida de Alan Turing, un brillante y excéntrico matemático británico, considerado el padre de la informática moderna y de la inteligencia artificial. La trama se desarrolla principalmente durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Turing es reclutado por el gobierno británico para descifrar «Enigma», una máquina de cifrado utilizada por los nazis para transmitir mensajes codificados. Aunque es excepcionalmente brillante, Turing es presentado también como un individuo introvertido y socialmente torpe, lo que genera tensiones con sus compañeros de equipo y sus superiores jerárquicos.

A lo largo de la película asistimos al proceso de construcción de una máquina diseñada por Turing, que se convertiría en uno de los primeros computadores modernos. Este dispositivo, que él llama «Christopher» en honor a un amigo cercano de su juventud, es concebido para acelerar la descodificación de los mensajes enemigos. El filme no solo destaca los desafíos técnicos y los obstáculos burocráticos que enfrenta Turing y su equipo, sino que también aborda cuestiones más profundas sobre la naturaleza de la inteligencia, la moralidad de la guerra y los costos humanos de mantener secretos.

Pero The Imitation Game también da un vistazo a la vida personal de Turing, particularmente a su homosexualidad, que en ese momento era ilegal en el Reino Unido. La película revela cómo, a pesar de sus contribuciones esenciales para la victoria de los Aliados, Turing enfrentó discriminación y persecución debido a su orientación sexual.

Durante la primera mitad del siglo XX la homosexualidad era considerada un delito en gran parte de Europa, incluido el Reino Unido, y los homosexuales cargaban con un fuerte estigma social. En este contexto, Alan Turing, pese a sus invaluables contribuciones en la Segunda Guerra Mundial y a la ciencia de la computación, fue víctima de la discriminación imperante de la época. En 1952, fue procesado por «indecencia grave», un eufemismo legal para señalar las relaciones homosexuales, después de que la policía descubriera su relación con un joven dedicado a la prostitución. En lugar de enfrentar una condena de prisión, Turing optó por la otra alternativa que le dio el juez: someterse a un violento tratamiento de «castración química», que involucraba la administración de hormonas para reducir su libido. Esta sentencia no solo tuvo un impacto físico, sino que también afectó profundamente su bienestar psicológico, así como su capacidad intelectual. Se suicidó a los 41 años y tal acto, probablemente, nos privó de una ingente producción científica por venir.

El caso de Turing es un sombrío reflejo de la opresión que enfrentaban las personas LGBT+ en ese periodo. La condena no solo subraya la inhumanidad de las leyes antihomosexuales, sino que señala cómo una sociedad puede cruelmente marginar y castigar a sus ciudadanos más brillantes por no ajustarse a las normas establecidas. Fue recién en 2013, tras décadas de activismo y cambio social, que Turing recibió un indulto póstumo por parte de la reina Isabel II, que reconoció así la injusticia que se había cometido. 

Junto a la reflexión de cómo el talento puede ser anulado por la homofobia, es pertinente mencionar que en el mundo todavía existen 64 países que criminalizan las relaciones entre personas del mismo sexo. Además, hay muchos otros países, como el Perú, donde si bien no se criminaliza la homosexualidad, tampoco se reconocen adecuadamente los derechos de las personas LGBT+ dificultando su vida y, con ello, su capacidad de desarrollar a plenitud su talento. ¿Cuántos genios como Turing existen hoy en el mundo de las ciencias, las artes, el servicio público, la innovación empresarial y el liderazgo social que están viendo truncado su potencial por culpa de la intolerancia de sus sociedades y gobiernos? 

Recordemos, además, que la homofobia no es el único tipo de discriminación presente hoy en el mundo. ¿Cuánto talento al servicio del bien común es frustrado hoy por el machismo, la xenofobia, el clasismo, el racismo y los demás tipos de intolerancia? La misma película nos muestra un personaje muy interesante —Joan Clarke, una criptoanalista clave en el equipo de Turing— que en varios momentos estuvo por quedar fuera del proyecto por culpa de los prejuicios hacia las mujeres que hacen ciencia. 

En fin, son reflexiones que se quedan con uno luego de ver buen cine. Y aquí me permito una digresión: las películas son una gran herramienta para que las sociedades se piensen y dialoguen consigo mismas, y por eso es importante que los países se preocupen por generar condiciones para el desarrollo de sus industrias audiovisuales. Veo con preocupación un reciente proyecto de ley de cine presentado por el Congreso, cuya aprobación nos llevaría por un camino equivocado. Ojalá se escuche la opinión de los especialistas y se evite este daño.

Para quienes quieran ver The Imitation Game, pueden hacerlo en la plataforma de Netflix. Además de una historia apasionante, encontrarán una estupenda producción con grandes actuaciones. Les aseguro que no los dejará indiferentes.


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