El arquetipo caído


Las —ahora sí— próximas elecciones nos enfrentan nuevamente con una realidad que preferiríamos no ver: la crisis infinita del paradigma presidencial


Dentro de 44 días son las elecciones generales. En seis fines de semana. Estando como está la cosa se hace difícil o ya inútil mirar para otro lado, como si cerrar con fuerza los ojos en la orilla bastase para desviar un maremoto inminente.

            No recuerdo cuándo fue la última vez que los peruanos fuimos a votar con algo parecido a la ilusión o la convicción. Pero es tristísimo, les digo, escoger nuevamente entre una miríada de enanos cuando el país se deshace día tras día, a todo nivel, en apariencia inexorablemente. Habrá quienes, de manera consciente o no, hayan supuesto que ante una adversidad tan grande la historia, por algún misterioso mecanismo de compensación, haría brotar de las piedras un liderazgo preclaro y unificador. Como en el fútbol, la esperanza es lo último que se pierde. Pero no. Estamos ya haciendo la fila para ver el mismo circo perejil de siempre, con payasos que no dan risa y un escenario aún más pobre. La confianza, el pacto social, se rompió hace mucho. Lo único que salvará al país, acaso, será su gente buena y comprometida con el bien común. No sus autoridades.

            Desde el regreso de la democracia y salvo excepciones —Belaunde, tal vez, es un tanto gaseoso; y los populismos: los primeros dos años de García 1, el curioso caso de Fujimori— los presidentes peruanos nunca gozaron del favor popular: en setiembre del 2007 García tenía apenas 19% de aprobación, y más bien un rechazo del 61%. El mismo mes, pero del 2015, Humala gobernaba con 13% de aceptación y 80% de casi odio. Mejor ni hablemos de Toledo. Ninguno fue realmente querido por la mayoría, ni siquiera cuando fue elegido. Salieron principalmente por oposición al rival, porque el pueblo abrigaba una animadversión aún mayor por otro.  

            El maldito mal menor. Una forma de votar que lo es también de la idiosincrasia nacional.

            Para empeorar las cosas, esos señores y señoras por las que no queremos votar (o no estamos tan convencidos de hacerlo) son la cabeza de unas organizaciones en las que tampoco confiamos, asociaciones con intereses, la mayor de las veces económicos antes que políticos, que han puesto lo mejor de sí para desgraciarse. Piénsese en el APRA, en Acción Popular, en Alianza Para el Progreso, en Somos Perú. Es el resultado de un esfuerzo de muchos años. De muchos años haciendo todo mal.

            Damos por sentado que tendremos un presidente pésimo, unos congresistas que darán grima y repudiaremos, que entre todos seguro nos robarán y avergonzarán. (Por esas cosas fascinantes que tiene el lenguaje, las palabras presidente y presidio provienen del mismo lugar etimológico). Así somos —nos decimos—,  elegimos como cojudos porque no confiamos en nadie. Porque no hay de dónde escoger. Porque ya qué diablos, maldita sea.

***

            Una demostración recurrida de lo torpes que somos eligiendo es —o solía ser— que los presidentes que más estimamos son —o eran— aquellos que no habían llegado a Palacio a través de las urnas. Es decir, Paniagua, Vizcarra y, ahora, Sagasti.

            Paniagua es todavía un santo impoluto que habita el inhóspito altar de las autoridades recordadas con aprecio; está puesto en el tapetito de crochet donde se reza a los pocos que provienen del Ejecutivo, como Frejolito Barrantes. No dudo de la honestidad ni las buenas intenciones de Sagasti, pero ya sabíamos que enfrentaba una tormenta perfecta (perfectamente atroz): no se puede trabajar en tales condiciones sin salir embarrado y mal parado. Él tenía que saberlo. Tiene un punto de sacrificio.

            Esta fe pava en la inocuidad de los no elegidos ha sido, sin embargo, echada por los suelos por Vizcarra. 

            Voy a hablar por mí. Nunca he negado que yo le creí a Vizcarra. Voy a hablar por mí, pero estoy muy seguro de que no fuimos pocos los que lo hicimos. En un contexto difícilmente peor, el ingeniero parecía encarnar la decencia, el compromiso, un estadista con yerros pero eficaz y bienintencionado. Encima, paternal: sociólogos y psicoanalistas de verdad y de ventana han elucubrado bastante sobre nuestra necesidad de una figura paterna. Y Vizcarra nos hacía sentir protegidos al punto de animarnos a pensar en que menos mal nos tocó este señor al frente de la catástrofe: ¿te imaginas lo que hubiera sido esto con Toledo?

            Y a nadie le gusta enterarse de que su padre es una rata. Por eso duele tanto. De los demás no cabía esperar nada, de él sí. Y porque él también me engañó y me mintió, lo detesto. Por robarme el concho de esperanza.

            Además, pienso que la tan deslucida imagen de Vizcarra y el desgaste de Sagasti de alguna manera redundan en la caída de Guzmán. La alianza tácita del Partido Morado con el primero, amén de ciertas coincidencias programáticas; y las circunstancias en las que gobierna el segundo —uno de los principales teóricos de dicha organización— le han costado un largo y poderoso revés de carambola al líder morado. Que ya la tenía cuesta arriba.

            Es verdad que el hombre nunca fue especialmente popular, no ha sido bendecido con ese misterio que es el carisma, indispensable más que las ideas para llegar al poder. Y un vistazo al resto de prospectos puede llevarnos a lamentarlo. Pero no perdamos de vista que más allá de cuestiones puntuales, a Julio Guzmán sus detractores le hacen bullying sobre todo por cuestiones personales. No pretendo justificar nada ni mucho menos, pero lo cierto es que cuando la gente quiere menospreciarlo como político lo hace acusándolo de sacavueltero y, para colmo, cobarde. Por lo menos de la boca para afuera, siendo tan moralistas como somos, no le perdonamos la infidelidad, como sí ocurrió con Toledo y García, que incluso tuvieron hijos extramatrimoniales. Y siguiendo con los tratos conyugales, no nos olvidemos de la afición nocturna de Alberto Fujimori de enchufar a su señora a la caja de luz. 

            Aclaro que no es santo de mi devoción ni estoy seguro de que vaya a votar por él (no tendría por qué aclararlo, en realidad), pero ese tipo de ataques a Guzmán, añadiéndoles el argumento de “si engañó a la esposa, imagina lo que hará al país” incurren en varias formas de falacia. No se le desdeña por su plan de gobierno, por ejemplo, sino por la persona que suponemos es. Y ojo que tiene un partido que se viene preparando desde hace años, con presencia nacional, juventudes organizadas, un papel coherente y decoroso en el Congreso… pero nada de eso sirve. Como el hombre sigue siendo “el que salió corriendo” y parece que la gente no soporta su falta de arrestos, su voz aflautada, ni que se haya puesto gordo, no va. Está condenado a seguir bajando las escaleras de la aceptación, donde se topa, de subida, a Lescano (un acusado con indicios bastaaaaante significativos de acoso), López Aliaga (un misógino y un discriminador al que no les dejaría a mis hijos cerca), Fujimori (una que se hizo primera dama mientras achicharraban a su viejita) o Urresti (un asesino y violador).

            44 días. Seis fines de semana. Aun bajo el peso de la historia, podríamos hacer un esfuerzo, uno más, por enderezar, aunque sea un poquito, este estropicio que está a punto de llevarse a acabo en nuestras narices. Peor es no hacer nada y solo quejarse. 

2 comentarios

  1. S.R

    Tan cierto lo que dices y gracias por decirlo claramente

  2. Russela

    Al margen de si es Guzmán u otro candidato, una persona es íntegra o no lo es. No puede ser que quieran disociar a un candidato de su vida personal y decir que esta no importa. Que es un brillante economista como Secada por ejemplo y por tanto un buen candidato aunque sea un maltratador de mujeres, y así la lista es larga.
    La violencia contra las mujeres no es un problema menor. ¡Nos mata! La indiferencia también…
    Tolerancia CERO contra la violencia hacia las mujeres señores/as de Caigua.

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