De animales y hombres


Un fascinante volumen dedicado a desmitificar el reino animal nos revela también unas cuantas cosas de nuestra propia especie.


Por miles de años los castores han gozado una fama de laboriosos y astutos. Lo primero debido, sobre todo, a su habilidad para construir diques y túneles de hasta kilómetros de extensión; lo segundo, al hecho de que cuando este roedor se ve acorralado por las armas del cazador, sencillamente desenfunda sus afiladísimos dientes, se cercena los testículos y los arroja al perseguidor quien, habiendo conseguido lo que buscaba, lo deja en paz. Entonces el bicho huye por el campo, castrado pero vivo. 

            Esto no es cierto, pero hasta hace nada se daba por tal. Lo que sí es real es que el aparato reproductor del castor es inusual, “metido”, digamos, lo que seguro contribuyó al equívoco. La anomalía no impidió que desde siempre fuera acosado en búsqueda de sus preciadas glándulas anales, donde se produce el castóreo, una secreción de fuerte olor acre que a lo largo de los siglos ha servido para, supuestamente, evitar embarazos y curar la histeria de las mujeres, entre otros usos “medicinales”. Aún hoy esta resina aceitosa, escondida en las profundidades del castor, se usa para potenciar el sabor de vainilla de ciertos alimentos y aderezar perfumes como el Givenchy III. No hay forma de explicar el origen del bulo. 

            De cuentos así está lleno La inesperada verdad sobre los animales, un exquisito compendio de la zoóloga británica Lucy Cooke. De revelaciones contra pretendidos largamente aceptados y de luces sobre las intrigas, como el misterioso ciclo vital de las anguilas (solo este acápite valdría por todo el volumen) o que los pandas, muy contra lo que se presume, son capaces de dejar de lado su papel de peluches para aparearse hasta 40 veces una buena tarde. Y ni las hienas son unas hermafroditas cobardes, ni los buitres esas aves de mal agüero que temíamos. El libro, tan ricamente documentado como hilarante, recopila anécdotas, datos y explicaciones sencillas que alternan con los mitos y falsos supuestos alrededor de 13 especies distintas, del perezoso (el animal más querido por la autora) hasta la rana, de pingüinos a hipopótamos, de cigüeñas a alces. Cooke hace un repaso entretenidísimo del lugar de la fauna en la historia de la ciencia, con énfasis en períodos de estudio fecundos como la Edad Media —tan fascinada con los bestiarios— y el ciclo de grandes descubrimientos y del nacimiento de la ciencia propiamente dicha, entre los siglos XVI y XIX. 

            Si bien la investigación científica le debe mucho a la observación, más allá de lo que se aprende leyéndolos, lo fascinante de los casos que recopila el ensayo es la evidente influencia de la carga moral en dicha mirada a la hora en que nuestra especie se ha acercado al resto de seres: hemos pretendido antropomorfizarlo todo. Desde la maldita serpiente del Génesis hasta los gatitos de Instagram, los humanos no somos capaces de otorgar dignidad propia a los animales, sino que venimos y les atribuimos nuestras propias características, taras y virtudes, lo que ha impedido, o al menos retrasado, una genuina comprensión de la animalidad, de la sofisticación y complejidad de aquellos que consideramos inferiores. “Tenemos todo un historial de acciones basadas en la presunción de que el resto del reino animal está ahí simplemente para servir a nuestras necesidades”, dice Cooke. Y eso que Darwin vino a bajarnos del pedestal hace más de 150 años. De sentirnos los dueños de la vida en el planeta al origen de las enfermedades zoonóticas no hay sino una serie de desatinos y eventos desafortunados.

            Pero el libro, más allá de revelar, como ya está dicho y su título indica, abundantes e insospechadas verdades sobre los bichos, sin enfatizarlo, diagonalmente, nos suelta también algunas más sobre el Homo sapiens: somos prejuiciosos hasta con cuestiones de las que no tenemos idea; asumimos lo que nos cuentan sin cuestionarlo (sobre todo si quien lo preconiza goza de alguna forma de autoridad o prestigio); tendemos a la generalización y a concluir el todo por la parte; nos cuesta entender el mundo si no es desde nuestro lugar, con nuestros ojos. 

            “Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”: así termina deformándose el sétimo mandamiento de la granja tras el envilecimiento de la rebelión en la clásica novela de George Orwell (de cuya muerte se cumplen 70 años mientras escribo esta digresión).

            Hoy en día, que cuestionamos los usos del lenguaje, podríamos pensar dos veces antes de llamar “animal”, por ejemplo, a un candidato presidencial que plantea alojar en un hotel de cinco estrellas a una víctima de violación que queda embarazada. No sería una expresión justa. Ni para con el aludido, ni menos para la fauna.

2 comentarios

  1. Benjamin

    Dante muchas gracias por ilustrarme en temas ajenos y miticamente distorcionados a los que supuestamente conocia!… crees tu que si los animales o por lo menos algunos posiblemente los primates o algunos cetaceos mamales , si «pensaran como nosotros» tambien tendrian el sesgo de animalizarnos o clasificarnos como parecidos o distintos a ellos? es un gaf genetico nuestro que no podremos resolver, o es solo un prejuicio aprendido? recibe un saludo attmte Benjamin

  2. pilar

    somos prejuiciosos hasta con cuestiones de las que no tenemos idea; asumimos lo que nos cuentan sin cuestionarlo (sobre todo si quien lo preconiza goza de alguna forma de autoridad o prestigio); tendemos a la generalización y a concluir el todo por la parte; nos cuesta entender el mundo si no es desde nuestro lugar, con nuestros ojos.
    No se diga más! Me hiciste la tarde!
    abrazos siempre!

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