Contra la ubicuidad


La desconexión como opción personal y política 


El lunes pasado caminé desde el hermoso muelle de Puerto Eten hasta las alturas donde se encuentra el faro que guía a los barcos que merodean la ensenada. Una trocha abierta en ascenso entre el acantilado y una huaca inmensa y casi inexplorada de la era Sicán, el cerro Las Campanas. El sol ardía, por unos cuantos kilómetros no me crucé con nadie. Finalmente, llegué a mi destino: allá abajo se abría la bahía con el espectáculo del mar inmenso a izquierda y derecha; y el cielo limpio e infinito, sin una sola nube, cruzado solo por pájaros de distintos tamaños y colores. Sus graznidos, el rumor del oleaje y el viento eran todo lo que se podía oír. Me senté en la base de ese faro ya ruinoso por la humedad a disfrutar de aquella soledad natural y perfecta. Cerré los ojos, me dejé caer en la belleza de la experiencia. Creo que hasta me dormí por unos segundos, quizá soñé que me hallaba en ese mismo lugar.

            Y entonces un ruido extraño me sacó del embelesamiento. Tras el sobresalto tardé aún unos segundos en darme cuenta de que se trataba de mi celular.   

            Quienes me conocen bien saben que lo suelo llevar silenciado; es más, que casi nunca lo contesto. Pero estando fuera de Lima me siento obligado a cierto estado de alerta. No reaccioné con el tiempo suficiente, y no reconocí el número en la pantalla. Tan fastidiado como sorprendido de que la señal llegase hasta ahí, la cosa volvió a tronar y a vibrar en mi mano. Por un segundo pensé lanzarlo al abismo —qué culpa tendrá el Mar de Grau—, pero cedí a la responsabilidad y contesté.

            “Buenos días, ¿nos comunicamos con el señor Trujillo Ruiz, Dante Fernando?”.

            Maldita sea.

            Lo dije: “Maldita sea”.

            “Buenos días, señor Dante, nos comunicamos por encargo del banc…”.

            Los celulares no hacen clic, pero el mío lo hizo mentalmente. Clic. Chau. Fuera. Con todo el respeto del mundo, por favor no me jodas. Y lo apagué.

            No sé exactamente desde cuándo tengo un celular, pero creo que hacia mediados de los noventa me dieron uno en la chamba, apareció acaso junto con el primer correo electrónico (Latinmail). Es decir, sin darme mucha cuenta, llevo más o menos media vida sujeto al artefacto. Recuerdo que al principio, cuando era tan caro como aparatoso, hubo quienes se inhibían de tenerlo por considerarlo necesario solo para trabajos donde una llamada podía realmente salvar vidas: médicos, policías, incluso abogados. A mí me resultaba medio esnob, a lo que sumaba el hecho de que siempre me molestó cargar cosas. Fueron muchos otros quienes se resistieron al teléfono celular (y a las redes sociales, por cierto), pero en algún momento de estos últimos 25 años supusimos necesario tenerlo incluso si se era niño. Hoy creo que solo conozco a un adulto funcional que no posee uno (el querido poeta Rafael Espinosa).

            Resulta casi inimaginable la vida sin un móvil. Y sí, es fantástico hasta el vértigo todo lo que se puede hacer con él: no me voy a poner en plan jipi-menonita, pero tampoco me extenderé en obviedades. Pero con el aparato decidimos también que era indispensable estar siempre conectados, localizables y disponibles. O sea, nos hemos pasado varios miles de años de evolución cada uno en su espacio y con su sigilo, y todo bien. Y ahora eso nos parece sencillamente inimaginable, al punto de que casi hemos olvidado lo que es estar solos. Tememos estar desatendiendo cosas importantísimas que están sucediendo en este preciso instante, perder vigencia, que se olviden de nosotros, quedarnos en silencio.

            ¿Somos tan importantes? ¿El mundo lo es siempre? ¿Realmente es tan necesario hablar de ese asunto ahora mismo? Y cuando digo ‘hablar’, me refiero a llamadas convencionales como a textos por un montón de vías, (malditos) mensajes grabados, correos y cuanto exista para encontrarte, primero, y luego decirte algo. Contarte, preguntarte o tratar de venderte algo. Algo que muchas veces es irrelevante o ya invasivo. Lo hacemos todos todo el tiempo.

            Entre las habilidades atribuidas a san Martín de Porres —además de la capacidad de levitar, volverse invisible, multiplicar limosnas, sanar desahuciados y juntar bichos que usualmente pelean o se comen entre sí— figura el don de la bilocación: según testimonios, el morocho divino podía estar en varios sitios a la vez para atender a los más necesitados. En ese caso, entregado con amor a auxiliar a los urgidos, se entiende y se agradece su buena disposición. Pero yo, que no soy santo, realmente no quiero ser ubicuo. No me interesa estar siempre disponible. No me molesta en absoluto perderme cosas en tiempo real. No quiero que contestar me resulte una obligación. 

            Durante unos días me alejaré de las miserias de la política peruana. Me perderé la noticia de la elección del gabinete y el mensaje presidencial, ya lo leeré en unos días: salvo a mis seres más queridos, no le hago tanta falta a nadie. Escribo esto pronto porque no tendré conexión a Internet. Conmemoraré el Bicentenario nacional entre pirámides milenarias y algarrobos. En el bello y solitario silencio.

            Mientras tanto, como dicen los reclutadores de personal desalmados: no nos llame; nosotros le llamaremos.

4 comentarios

  1. Nelly Vargas Amado

    Fuiste sabio con ese aislamiento en estos días .Quedarás a salvo por un corto tiempo de saber que nos amenaza un futuro tenebroso en las manos de tanto improvisado . Dichoso tu . Disfrútalo !

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