Charlie y el fuego eterno


Un réquiem con los encendedores prendidos


Ha pasado ya más de una semana, pero como a miles, seguramente millones alrededor del mundo, me sigue pesando la muerte de Charlie Watts.

            Y no solo porque era un músico recapo —y el más cool de los bateristas, por supuesto—; además de un hombre fino y encantador y humilde (“Bueno, los Stones son Mick y Keith, yo solo estoy en el medio”, respondió en una ocasión, estoy convencido de que sin falsa modestia. Los aludidos, por su parte, dijeron más de una vez que Watts era el verdadero líder de la banda). Tenía una edad en que la gente suele ser ya un recuerdo o, de persistir en la Tierra, vivir de recuerdos. O no recordar nada. De sus 80 años, llevaba 58 marcando el ritmo de Sus Majestades Satánicas. Mataron presidentes, el hombre apareció en la Luna, llegaron Vietnam, la lucha por los derechos civiles, los jipis y los punks y todo el resto. Se alzaron y cayeron dictaduras. Hubo revueltas en medio mundo, Guerra Fría, guerras de todo tipo, caída del Muro. Revoluciones y cataclismos. La música disco reventó, murió y resucitó. El planeta pareció terminarse más de una vez, aparecieron la tele en colores, el sida, las computadoras, Internet y los celulares, el reggaetón, la pandemia… y mientras Mick y Keith continuaron prendiendo los corazones y los cuerpos de dos o tres generaciones, Charlie seguía ahí, pálido pero sereno, sentado al frente de sus tambores. Casi tanto tiempo como lo que podríamos considerar cultura contemporánea. 

            Explicar qué fue la Invasión Británica es tarea de sociólogos e historiadores de la música. Lo que está claro es que el fenómeno estuvo vinculado a la prosperidad económica que vivió Gran Bretaña tras 15 años de ajustarse la correa luego de la Segunda Guerra Mundial. Londres —Swinging London— se convirtió a mediados de los sesenta en la capital global de la moda, la juerga y la creatividad contracultural. En ese contexto los británicos hicieron suyos los nuevos ritmos negros de los Estados Unidos, terminaron de darle forma al rock, y lo mandaron de vuelta al otro lado del Atlántico. 

            Fue un suceso extraordinario que hoy no solemos o no logramos ponderar. Temprano en los sesenta aparecieron los Beatles —un fenómeno de furor inédito hasta entonces— y, casi de inmediato, los Stones, pero también The Kinks y The Who. Y ya nada volvería a ser lo fue. Llegaron The Shadows, The Hollies, Pink Floyd, Small Faces, Cream, The Animals, Joe Cocker, Donovan, The Moody Blues, The Pretty Things, Petula Clark, The Birds, The Yardbirds, T. Rex, Steppenwolf, Tom Jones, Jethro Tull, Slade, The Troggs, Dusty Springfield, Genesis, Judas Priest, Fleetwood Mac, Marianne Faithfull, Uriah Heep, David Bowie. En solo un año, el mítico 1968, nacieron Led Zeppelin, Yes, Black Sabbath, King Crimson, Deep Purple, UFO y la banda de Jeff Beck. Es decir, ahí, en una década, creció y se fortaleció el tronco y brotaron casi todas las ramas de la música moderna, del pop al progresivo, desde la psicodelia hasta el metal. Y no solo eso: otra cosa grande que se consolidó con el rock británico fue ese vínculo entre música y mocedad, recelo de la norma e identificación con la filosofía y estilo de vida de distintas e inmensas tribus urbanas. El rock nació rebelde, y fue más que la banda sonora de una reciente forma de concebir la juventud.

            Lamento lo de Charlie Watts no solo por sus dotes y méritos personales, decía al principio, sino también porque su partida te tira en la cara algo que resulta inevitable aunque no quieras verlo, aunque sea evidente, aunque ya lo supieras: que hasta las dioses mueren. Ya se adelantaron varios gigantes, claro, algunos incluso más jóvenes, pero eso no le quita pena a la tristeza, y más pronto que tarde lloraremos la desaparición del resto de los Stones; y se irán McCartney y Ringo, y Pete Townshend y Roger Daltrey, y Ray y Dave Davies, y hasta Robert Plant y Jimmy Page, y ahí sí que se acabará algo importante, una era, el tiempo en que todo dejó de ser como era y se encendió el fuego de la juventud.

            Como pasa con los seres queridos, mejor los homenajes en vida. Y a estas divinidades se les reza oyéndolos, cantando, bailando. Los Stones debe ser la banda que más me gusta malograr con mis gallos.

            Más que un poco harto de la coyuntura política nacional, hoy opté por la melancolía. En este enlace les dejo ‘Let’s Spend The Night Together’ en vivo, en un programa de Ed Sullivan de 1967. La anécdota es que para presentarse en un show tan popular y familiar como aquel tuvieron que cambiar la letra del coro de “the night” por “some time”, y así escandalizar un poquito menos a la teleaudiencia. Ahora da hasta ternura: tendrían una vida por delante para devorar todas las almas que quisieran.

            Qué máquina de producir endorfinas, los Stones. Hace un momento puse la canción y al toque salió el sol. Esa inmensa piedra en llamas.

            Shine a light.

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