Azúcar, harina y mantequilla


Porque toda familia escribe su propia historia 


Cuando lean estas líneas los peruanos ya habrán culminado las celebraciones navideñas, mientras que en el Reino Unido, donde vivo hace mucho tiempo, estarán inmersos en lo que llaman el boxing day o “día de las cajas”. Nadie nunca me ha logrado explicar el por qué de este nombre. Algunos dicen que el 26 de diciembre era el día en que los sirvientes de las grandes casas recibían su aguinaldo en cajas llenas de productos para celebrar en el día posterior a la fecha principal. Hoy es una festividad importante en el Reino Unido, aunque nadie garantice bien la razón.

Mientras escribo estas líneas, me preparo para el tradicional gran almuerzo navideño de la familia de mi madre. Desde siempre, ella y sus hermanas han celebrado el 25 y no el 24, como es tradicional en el Perú, porque mi abuelo materno pasó su juventud en Inglaterra y la única costumbre de la que nunca se deshizo fue la del almuerzo de Navidad. Hasta ahora, cuando la mayoría de amigos y parientes están descansando después de la gran cena, nosotros nos preparamos para el evento central.

Este arreglo hizo posible que durante toda mi infancia y juventud pudiera celebrar la Navidad dos veces, el 24 con mi familia paterna y el día siguiente con la materna, evitando cualquier conflicto. En casa de mi abuela paterna las nochebuenas eran multitudinarias; las tías, primos y sobrinos nos juntábamos a tomar chocolate con queso, comer galletas especialmente decoradas y cantar villancicos. Poco a poco estas reuniones se fueron haciendo más pequeñas, hasta que se convirtieron en solo para nosotros y las tías que no tenían con quién celebrar. 

No recuerdo a mis tías y a mi abuela paterna haciendo tamales para Nochebuena, pero me han llegado esas historias. Lo que sí recuerdo es que toda la semana previa a la Navidad, las hermanas de mi padre se juntaban en la cocina de mi abuela a preparar y decorar cantidades industriales de galletas de mantequilla decoradas con azúcar de colores. Mi familia paterna es especialmente bailarina y siempre terminamos en baile. Hacer los preparativos era siempre una fiesta y entre la alegría se llenaban cajas y cajas de galletas. 

Esa se convirtió en mi tradición navideña. A los trece años recibí mis primeros moldes, y cuando mi mamá y mi tía comenzaron a vender tortas y dulces navideños, yo me dediqué a las galletas y así fue que gané mi primer dinero. Cada año, mi hermana y yo hacíamos montañas de galletas para vender y capitalizarnos en tiempos de crisis económica: las tías, primas y cualquier despistado que pasaba por el comedor de nuestra casa en estas fechas terminaba ayudándonos a amarrar las cintas en las bolsas de galletas.

Cuando tuve hijos, mi instinto me llevó a enseñarles el placer de las galletas. Su padre traía de su Austria natal una tradición muy parecida, pues todas las navidades se juntaba con su abuela para hacer cachitos de vainilla, algo que se ha convertido en parte central de nuestras celebraciones. Año a año, desde que con las justas podían agarrar el rodillo, mis hijos y yo nos hemos juntado a hacer galletas y no podemos imaginar estas fiestas sin ellas.

Mi familia no es particularmente religiosa, pero mi madre y sus hermanas han convertido en casi una religión las reuniones y sus preparativos. Han tenido negocios de comida y escribieron un libro de recetas que recopila los clásicos de la familia y algunas de las recetas de mis abuelas y bisabuelas maternas. Todavía se puede encontrar en algunas librerías con el título La memoria del sabor. Mi madre y mis tías son artistas y combinan, desde que recuerdo, la pintura y la fotografía con artes efímeras como arreglar flores, presentar mesas, tejer y coser. Todo ello, junto con la cocina, las ha llevado desde siempre a dedicar gran energía a celebrar.

En estos días, un amigo me recordó el verso final de Tristitia de Abraham Valdelomar, aquel que dice que su padre era callado y su madre triste, y que nadie le había sabido enseñar la alegría. En mi caso, la situación fue la inversa: desde niña me enseñaron el gusto por celebrar la vida, especialmente en estas fechas, y, si se puede, con azúcar, harina y mantequilla. 

3 comentarios

  1. Ana María Rey Raaijen

    Me encantó y disfruté mucho leyendo el artículo de Natalia, no la conozco personalmente pero soy amiga de su madre, Isabel,me consta el amor al arte que siente y conoce y por eso no me llama la atención que se lo haya inculcado a sus hijas.
    Escribes muy bien y te felicito, un abrazo esperando poder conocerte personalmente algún día ❤️

  2. Natalia Sobrevilla

    Gracias Ana María!
    Efectivamente todo esto me lo inclucó mi madre
    saludos
    natalia

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