Almudena la grande


Réquiem por una escritora amadísima


Hay gente que se refiere por su nombre de pila a los políticos, cantantes o cocineros que les simpatizan. En mi mente —y a veces fuera de ella, como ahora— también lo hago, sobre todo con ciertos escritores que siento más cercanos que muchas personas del cotidiano. César, Joyce Carol, Jorge Luis, Roberto, Alice, John. Aclarada esta inclinación cursilona diré que conocí a Almudena en el cine. Como muchos de sus lectores instalados hoy en la mediana edad, aunque parezca increíble alguna vez fui un pipiolo que, con una pandilla de calenturientos, fui al Julieta un domingo en la noche a ver la adaptación que hizo Bigas Luna de Las edades de Lulú (oh, Francesca Neri). Un mazazo para todos y en todos los sentidos, aunque todavía no era capaz de medir el calado de la autora de la novela.

            Tiempo después me la encontré en una entrevista que pasaba la Televisión Española. Fue una charla larga, y pese a que no recuerdo casi nada de lo que dijo, sé que dijo cosas poderosas y desconcertantes con una voz ronca de fumadora que me sedujo de inmediato. Habló con amor de su abuelo, que le marcó la vida de pequeña cuando le regaló La Odisea, y entonces supe que seríamos amigos aunque ella jamás se enterara. Ya era un devoto, pero seguía sin leerla.

            Reparé esto años más tarde cuando conseguí por fin Malena es un nombre de tango, una novela bellísima que daba ya las señales de lo que sería su obra posterior: libros grandes, vibrantes y llenos de peripecias en los que uno se mete, se va a vivir por un tiempo; épicas familiares donde la marginación, la rabia, el amor y el valor sobreviven de generación a generación, a veces en secreto, a veces al sol.          

            Almudena desde ese momento se mostró hija de la divina Ana María Matute y nieta de Galdós: su impronta es evidente, y se posa en los hombros de dichos gigantes para embarcarse en proyectos que, por arduos, abigarrados y valientes, parecen de otra época. Y la cosa iba bien en ventas y críticas, hasta que se puso enorme: el punto de quiebre fue el 2007 con El corazón helado, 920 páginas de un relato de amor y memoria inolvidable para el cual se documentó como nadie sobre los hechos de la guerra civil que los españoles preferían olvidar, la resistencia, el heroísmo doméstico, la miseria material y humana, el horror del franquismo, el exilio, la sangre y la indignidad. Luego de ello comenzó uno de los ciclos novelísticos más fascinantes de la literatura contemporánea: los ‘Episodios de una guerra interminable’, un conjunto de seis novelazas que vio venir juntas, como una epifanía y un mandato moral.

            Y aquí un punto importante para comprender mejor sus trabajos. Almudena fue mujer con una posición política clara que llevó a sus columnas de opinión, y, sobre todo, a sus novelas, sin por ello desbarrar en el panfleto ni en el moralismo cansón. Se sabía una escritora comprometida, y como tal, entendía que su primer deber era con la literatura misma, con la belleza y la música de las palabras, con la humanidad encarnada en papel. Pero en esos últimos diez años, desde Inés y la alegría hasta La madre de Frankenstein, consagró su genio —y sin dejar nunca de fascinar con sus historias llenas de personajes y tramas cautivantes— a mostrar lo que muchos no querían ver, a incomodar a los culpables y sus cómplices, a recuperar a los valientes, a reparar a los humillados. Qué pena que no haya podido acabar la sexta entrega de la serie, Mariano en el Bidasoa. Más bien, acuciada por las crisis que se sucedieron en su país desde el 2008, hizo un paréntesis para escribir Los besos en el pan, una novela coral y entrañable ambientada en ese presente ruin, y donde los personajes se salvan entre sí a través del cariño y la solidaridad.

            Almudena murió el sábado pasado. Tenía apenas 61 años. Desde ese día han aparecido muchísimos obituarios, artículos, cartas públicas de amigos y lectores y admiradores de su obra y de su vida. Era una persona fiel a sus principios y a sus amores, cariñosa, generosa y empática, y aquí puedo decir que me consta con una confesión. Hace unos años fue una de las invitadas principales de la Feria del Libro de Lima, y los organizadores, me imagino que conociendo mi fanatismo, me propusieron tener una conversación pública con ella. Acepté sin dudarlo de inmediato. Comencé a dudarlo después. Conforme pasaban los días me entró una inquietud que se transformó en pánico: ¿qué preguntarle a quien ha dicho tanto y tan bien? ¿Cómo medirme con alguien cuya luz y talento me obnubilan? Me avergüenza decir que decliné pretextando cualquier cosa, un viaje imprevisto. No fue el primer encuentro importante al que rehuí para luego arrepentirme, y sospecho que no será el último. Sin embargo, quiso el destino que me topara con ella días después en un ambiente distendido, y reuniendo todo el valor que me había faltado antes me acerqué, le conté quién era y lo que me había pasado. Ella se rio sin mofa, me consoló cálidamente y me abrazó. Y me dijo que lo importante era el ahora y que estemos vivos para disfrutarlo.

            Almudena ya no está viva, aunque cueste creerlo. Aunque duela. 

            Un lugar común repite que los grandes escritores permanecen en sus libros. Y ahora pienso que quizá por comunes no dejen de encerrar verdades.

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