Nuestras pistas siempre nos entregan indicadores de subdesarrollo
Hace poco volvió a publicarse uno de esos rankings que se promocionan bajo el título de los países más felices del mundo, esos en los que las naciones escandinavas, como Finlandia, encabezan la lista, seguidas de otras democracias occidentales en las que priman las políticas del bienestar, un buen salario per cápita y libertades para conducir nuestras vidas como mejor nos apetezca. Es decir, todo aquello que últimamente más se echa de menos en países como el mío.
Sin querer relativizar la infelicidad de vivir en un país injusto, corrupto, y mal gestionado como el Perú, desconfío de la promoción de estos estudios basados en índices de desarrollo amparados en una noción tan personal como la felicidad. Entiendo, por supuesto, que el marco social y político de una nación es importante: que los precios se mantengan estables, que el transporte sea cómodo, rápido y puntual; que el Estado no nos niegue derechos a causa de nuestra orientación sexual, que nuestros hijos puedan acudir confiados al colegio más cercano y que, de vez en cuando, uno pueda tomarse unas vacaciones decentes, pues le mejoran a uno la vida a tal punto que no es casualidad que cada vez que un país entra en crisis social, política y económica, sus migraciones se disparen. ¿Acaso esa inquietud, ahora mismo, no se respira en el Perú?
No obstante, siendo la felicidad un anhelo tan subjetivo, y pidiendo disculpas por la probable caricaturización, ¿se puede decir que un cubano que se ríe de sus tragedias con sus amigos es menos feliz que un finlandés que vive un largo invierno en soledad?
Este fin de Semana Santa, sin embargo, confieso que durante unas buenas horas preferí la noción de satisfacción que plantea el estudio; es decir, la felicidad del escandinavo frente a la del peruano.
Conducía de noche hacia el sur por la Panamericana, algo soñoliento y, como el tráfico estaba muy espeso, decidí estacionarme para que mi novia tomara mi lugar. Al final, maldita sea, desistí: como es costumbre en épocas de alto tráfico, una centena de conductores había decidido utilizar el carril de emergencia de la autopista para utilizarlo como su propia vía rápida.
Llegué a mi destino cansado y descorazonado, y solo me provocó tumbarme a dormir. Quién sabe si no soñé con un vengador que recorría con un tanque cubierto de púas aquel carril de emergencia en sentido inverso.
Pero lo peor ocurrió cuando, al día siguiente, pretendí salir del balneario que me acogía para visitar a un amigo en una chacra ubicada más al sur: el pase hacia la autopista había sido cortado por una pared infranqueable de buses y camiones inmensos. Atrapado por todos lados bajo un cielo que atardecía velozmente, me enteré por otros conductores de que el peaje a esa altura de la Panamericana tenía una cola más larga de lo usual debido al tráfico de esos días, y que a varios transportistas y automovilistas no se les había ocurrido mejor cosa, en lugar de resignarse y esperar el avance, que entrar a la carretera angosta en la que me encontraba yo. Fue su peor decisión, porque desde allí la entrada a la autopista solo proveía de un carril solitario para pagar el peaje. Es decir, se fabricaron un embudo más angosto que aquel del que huían. Esa tarde me quedé sin visitar a mi amigo, pero al menos me quedó combustible para este artículo.
Nos hemos acostumbrado durante tanto tiempo a que el Estado abdique de la planificación de los espacios públicos —y de las consecuencias por usarlos mal—, que el sentido de la individualidad ha terminado por bombardear el derecho del otro, y nada contribuye a ello el hecho de que nuestros políticos hace tiempo no nos den muestras de querer ponerse de acuerdo: “mejor yo primero, antes que esperar a que se respete el bien común”, podría ser hoy parte de nuestro himno nacional.
Mientras tanto, un nuevo indicador de desesperanza se apuntala en mis pronósticos. Más que eso, una confirmación de qué sociedad hemos construido durante nuestra falsa bonanza: mientras haya un idiota utilizando el carril de emergencia para avanzar más rápido, mi país seguirá siendo inviable.
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Me encanto tu artículo la narrativa la percibo sin muchos adornos pero sin lugar a dudas la historia que contaste desde mi humilde punto de crítica me impresionó por llegar a tus lectores para sensibilizar en comunión con tu talento de escritor. Te felicito!
Martha, muchas gracias por tu comentario. Un abrazo.