A favor de Charlie, Matilda y el resto de niños 


¿Debe modificarse la obra de un autor por la corrección política?


Hace unas décadas, en un tiempo mítico en el que las redes sociales no eran ni siquiera ciencia ficción, se dio en el mundo de las ideas un debate que tuvo como protagonistas a dos de los mayores pensadores del siglo pasado. Todo empezó cuando Jean Paul Sartre planteó en su célebre ¿Qué es la literatura? (1948) la idea del escritor como artista e intelectual que tiene el deber moral de comprometerse con su tiempo; es decir, y respondiendo la pregunta del título, desde la óptica del materialismo histórico se debería entender la literatura —específicamente la prosa— como una función social y política para combatir las injusticias y los horrores de su momento, y será a través de su práctica (su estética) que impactará en el ciudadano lector, generando así los cambios estructurales necesarios. Theodor Adorno discrepó con Sartre en distintos ensayos y conferencias, pero su posición al respecto se encuentra bien expresada en Compromiso, publicado póstumamente en 1970. Ahí el alemán replica sosteniendo que la literatura, en tanto arte, pierde su carácter comunicativo (informativo, digamos); que el rol político del escritor debería ser extraliterario porque, si no, se vuelve autoritario, panfletario y pobre. Hay que tomar en cuenta de que sí cree en la función social de la escritura, lo que ocurre es que cuestiona el método sartreano. En Teoría estética plantea que “En la liberación de la forma, talcomo la desea todo arte nuevo que sea genuino, se esconde cifrada la liberación de la sociedad, pues la forma, contexto estético de los elementos singulares, representa en la obra de arte la relación social. Por eso una forma liberada choca contra el statu quo”.

            La polémica alrededor de si el arte en general y la literatura en particular deben traer implícitas en su fondo y forma un propósito político —en el sentido más amplio de la palabra— persiste desde entonces. Y esto viene a cuento a propósito de la nueva versión de un revuelo recurrente que, sin embargo, cada día muestra ejemplos que preocupan más por su persistencia que por su impacto real. Me refiero a los cambios que sufrirán las próximas ediciones de los clásicos infantiles de Roald Dahl, una obsesión de los adláteres de la corrección política y la temible cultura de la cancelación (un término que sabe a oxímoron). A Dahl, algo menor que los filósofos mencionados, muy probablemente el asunto le importaría un pimiento, aunque su postura, de haberla tenido, estaría más cerca de la del cabecilla de la Escuela de Fráncfort. Lo que buscaba era escribir con total libertad las historias más desopilantes para chiquillos con la mente y el corazón abiertos, y estos y sus padres parecían encantados con la propuesta. Y claro que tuvo un impacto social, sobre todo en la generación de niños británicos de la posguerra. Lo que resulta paradójico y desconcertante es que 33 años después de su muerte sus ficciones representen alguna forma de amenaza. Una versión 2.0 de la discordia Sartre/Adorno va entre ultraconservadores, para quienes los niños deben ser protegidos de los peligros y daños del mundo; y ultraprogres, para quienes los niños deben ser protegidos del mal decir y de todo aquello que amenace su autoestima. En este caso, como en la política local de nuestros días, derecha e izquierda se unen en causa común, los junta la debilidad por meter mano.

            A ver: esta nueva carga contra el maravilloso autor de Matilda y Las brujas comenzó cuando la editorial británica Puffin Books anunció que se revisarían los títulos de Dahl incluidos en su catálogo para evitar todo asomo de lenguaje que pueda resultar ofensivo para la hipersensibilidad de los lectores modernos (y, sobre todo, supongo, de sus progenitores). Para ello contrató un equipo de ‘lectores sensibles’, quienes se encargaron de que estas flamantes y pulquérrimas ediciones estén libres de adjetivos como gordofeo o negro, incluso cuando se trate de objetos. Para conjurar la misoginia, los oompa loompas ya no serán hombres, sino personas pequeñas (small men/ small people). Literalmente Matilda no leerá más a Joseph Conrad sino a Jane Austen. 

Salman Rushdie ha tuiteado que “esto es una censura absurda”, y sí es absurda, pero tampoco para tanto. No tanta censura, digo. Es una anécdota a la que hay que prestarle atención porque podría ser el germen de algo mucho peor, pero tampoco creo que haya que darle más importancia de la que merece. Al final, de lo que se trata es de la corrección política y de una casa editorial que busca quedar bien con su público (porque, no se crea, el marketing tiene mucho que ver en este asunto). De paso, se ejerce cierta imposición de un progresismo, a mi criterio, mal entendido, que puede resultar tan pesado y patriarcal como el de los muy conservadores. No en vano la corrección es política. ¿Qué es, sino, pretender siempre decidir sobre lo que deben o no leer nuestros niños? Queda claro que desconfían de su capacidad crítica y que no entienden que cuestionarse y dudar es parte de la más rica experiencia lectora. Es eso, o solo quieren quedar bien con los padres-compradores bienpensantes de hoy.

Los libros de Dahl no están siendo transformados hasta lo irreconocible, hablamos de palabras y, como mucho, frases modificadas. Es bien sabido que el mismo autor se autocensuraba de vez en cuando, como cuando transformó a las personas pequeñas de Charlie y la fábrica de chocolates de negritos esclavizados en África a jipis enanos. Pero otro problema, como ha dicho el crítico Sam Leith en The Spectator, es “que la mayoría de nosotros se sentirá incómodo ante la idea de que la prosa puntiaguda y sorprendente de Dahl se convierta en algo más blando —por muy poco que sea— en manos de una sucesión de editores vulgares y anónimos seleccionados más por su ideología que por su inspiración. Y muchos de los cambios que hemos conocido han sido burdos, y en algunos casos, sin el menor sentido”.

            Que se sepa, ningún niño se ha ofendido con lo que pone Dahl en sus historias. De lo que se trata es, en el mejor de los casos, de adultos que siguen suponiendo, como Sartre, que los autores y la literatura deben cumplir un rol. “Las nuevas adaptaciones de la obra de Dahl podrán ser más amables, bonitas, agradables que los originales, pero los cambios cosméticos en sus historias no podrán alterar su espíritu. Para bien y para mal, sus libros son punzantes, problemáticos y malvados sin remordimiento”, escribió Anna Leszkiewick en The New Statesman.

            Hoy en día, como sus novelas, algunas de las ideas de Sartre parecen haber envejecido mal. Pienso que la literatura debe ser libérrima, y que el único compromiso del creador es consigo mismo y con el arte. Monterroso decía que “El único gran compromiso que un escritor debe tener es el de no publicar cosas mal escritas. No hay otra posibilidad, porque toda responsabilidad en el acto de crear, durante la creación, lo maniata. La responsabilidad y el compromiso dificultan la creación. Hacen perder libertad. La condicionan. Y todos aquí sabemos que la escritura que nace condicionada es una mala escritura, una escritura pobre”.  Por poco que sea, censurar un texto por motivos extraliterarios es sencillamente tonto.

Dicho sea de paso, la editorial Alfaguara, que cuenta con los derechos de Roald Dahl en Hispanoamérica, ya dijo que no piensa tocar una línea de los textos. Que sirva el barullo, más bien, para vigilar los límites de la fea —sin eufemismos— cultura de la cancelación. 


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1 comentario

  1. Mariano Calderon

    Resulta gracioso que la progresía refiera en tercera persona a lo «políticamente correcto y la cultura de la cancelación» como si con ellos no fuera la cosa. No es de extrañar, si tampoco se reconocen progres ni caviares, menos socialistas. El negacionismo es un pilar de la cultura de la cancelación, en la que rige el pensamiento único y al disidente se le elimina. La frase «la ideología de genero no existe», de uso de progres y caviares es el ejemplo que mejor reúne y resume lo dicho.

    Un lugar plagado de lo políticamente correcto es la sala de redacción de El Comercio y satélites, donde el autor de la nota ha trabajado. Aldo Mariategui y otros pocos independientes pueden explicar mejor como fueron cancelados en dicha sala. Los locutores de canal N también son del clan de lo políticamente correcto y pensamiento único. Y la prensa en su conjunto en noviembre de 2020; todos los periodistas tenían la misma opinión porque la cultura de la cancelación ya se había ocupado de eliminar de la prensa a las voces disonantes.

    Toda la prensa excepto Willax, lo que explica el éxito exponencial de ese canal en tres años. «No veas Willax» y «Willax puro fake», fue la campaña desesperada y fracasada de la cultura de la cancelación por mantener el pensamiento único, lo políticamente correcto.

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