¿A dónde irán nuestras palabras?


La crisis de Twitter abre muchas preguntas para los historiadores 


Entre los ensordecedores debates de esta semana en las redes, uno de los que más atención ha logrado es aquel sobre la posible implosión de Twitter y el eventualmente incierto paradero de nuestras conversaciones.

Desde que Elon Musk compró la compañía del pajarito en octubre de este año, miles han abandonado la plataforma y muchos estamos pensando que es hora de bajar una copia de todos nuestros tuits porque no sabemos qué pasará con ellos en el futuro, pues no es descabellado temer que se conviertan en una colección de ceros y unos a los que no podremos acceder nunca más.

Aunque en la larga perspectiva de la historia un medio que ha existido quince años no es más que un pequeño punto en el inmenso archivo de la experiencia humana, es difícil no reflexionar sobre los archivos digitales y el destino final de todas las palabras que lanzamos a la estratósfera.

¿Qué quedará de todas esas discusiones?¿Sabremos algo de ellas en unos 25, 50 o 100 años? Quizás cuando en el futuro se escriba la historia de la Primavera Árabe de marzo del 2012, o sobre la irrupción de Donald Trump en la política mundial a mediados de la década pasada, o incluso sobre la gran pandemia del 2020, los historiadores tengan que detenerse a explicar que por un corto tiempo existió una plataforma digital donde las personas podían exponer sus ideas en 140 caracteres —y luego en 240—, y que esos mensajes se podían reproducir por todos lados a través de mensajes en teléfonos celulares. Se explicaría, además, que por un corto tiempo fueron millones los que veían esos mensajes y que, en muchos casos, resultaron en acciones concretas.

¿Cómo explicaríamos que en un periodo tan acotado haya habido un impacto tan desproporcionado? ¿Será Twitter reemplazado por algo semejante, y será que las actuales plataformas digitales llegarán a su fin como las conocemos? ¿Cuánto tiempo más discutiremos por Facebook? ¿Qué ocurrirá con nuestras imágenes en Instagram? ¿Será su destino como el de las que ya casi no vemos en Tumbler?

El lunes pasado, Alejandra Ruiz León se preguntaba qué ocurría con nuestra información personal cuando desaparecía una aplicación como Taxi Beat. Hoy yo me sigo desbordando en preguntas: ¿por qué le confiamos nuestra memoria a compañías que un día pueden estar aquí y mañana ya no más? Y más importante aún: ¿cómo vamos a escribir la historia de nuestro pasado digital?

Por una desviación profesional tiendo a analizar cómo llegamos a conocer las sociedades del pasado —cómo nos llegan sus palabras— y, a partir de ahí, pensar cómo se conocerá en el futuro la manera en que vivimos y pensamos hoy.

Para la historia reciente tenemos muchas fuentes y la dificultad para estudiarlas radica en decidir a cuáles de ellas les podemos creer, qué puntos de vista nos presentan, qué nos ocultan y qué nos develan. En este sentido, la historia no difiere mucho del periodismo, en el cual se busca llegar a lo más cercano a la verdad con base en las opiniones de las personas involucradas y a los documentos que ellas han creado.

Cuando nos vamos alejando del presente dejamos de contar con testigos presenciales y dependemos cada vez más de los relatos escritos u orales de los que han quedado registro, así como de documentos puntuales que, si bien pueden haber sido creados con un fin específico, nos pueden decir algo sobre lo demás. Por ejemplo, al leer casos judiciales del siglo XVIII podemos conocer lo que se consideraba criminal entonces y muchas cosas más sobre sociedades que nos son muy distantes, desde cómo se vivía en el espacio urbano hasta qué ocupaciones había, qué se comía, cómo era la vestimenta, cómo eran las relaciones, y un largo etcétera.

¿Pero qué sucede si retrocedemos mil años? En ese caso, lo que nos llega es aun más tenue y tenemos que echar mano a otro tipo de fuentes. Los bestiarios medievales, por ejemplo, nos hablan de animales que nunca han existido, pero nos dicen mucho de cómo pensaban las personas en esas sociedades. Las vidas de los santos y sus milagros también nos pueden dar luces de la vida cotidiana y de lo que se consideraba normal y aceptable y lo que no.

Cuanto más retrocedemos, más dependemos del azar. Tal es el caso de las copias que hicieron los romanos de los textos griegos, que terminaron en bibliotecas que se salvaron del fuego y que fueron redescubiertas mucho después para llenar los vacíos de nuestro conocimiento. Por ejemplo, uno de los casos que más me fascina es el de unos papiros que hablaban de temas de tenencia de tierras en una provincia particular que sobrevivieron solo porque se reutilizaron para envolver muertos. Ese tipo de material no ha solido sobrevivir porque se le consideraba poco importante, pero nos dice mucho sobre esa sociedad en particular, de cómo se manejaba la tierra, las relaciones entre las personas, sus sueños y aspiraciones.

Hace unos días apareció en el norte de España una mano de bronce con unas inscripciones en vasco que podrían ser la base para descifrar algo más sobre esta lengua antigua y misteriosa, de la que se sabe muy poco. Una vez más, un golpe de suerte. ¿Será que esas manos eran comunes? ¿O no?

¿Será que en el futuro algún historiador o cibercriptólogo descubrirá los archivos de Twitter y se pondrá a analizar qué pensaban los humanos de inicios de este milenio? Tratarán de entender los memes, los retuits y los hashtags, y quizás en esa labor demencial puedan imaginar un poco del mundo en el que vivimos y que nosotros, ilusamente, creemos que durará para siempre.


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